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Aquel hombre de melena y barba

De la niñez arrastramos a veces viejas incógnitas sin resolver. Pasan los años y, de pronto, nos asalta la imagen de una persona, un rincón, una historia y, con ella, la pregunta: ¿y qué habrá sido de?? Me ocurre así con un hombre cuya imagen, pese a ser remota, guardo con bastante fidelidad, pero envuelta en el más absoluto misterio.

Las ferias de mi pueblo (Betanzos), que tienen lugar los días 1 y 16 de cada mes, gozan de muy larga tradición. La que se celebra el día primero data de un privilegio originariamente concedido por el Rey Fernando IV de Castilla, "el Emplazado", luego confirmada por el Rey Pedro I en 1366.

Recuerdo que en esos días bajaba de las aldeas cercanas un gentío enorme que ocupaba la plaza del pueblo con multitud de tenderetes. Aquella populosa invasión foránea me contrariaba especialmente porque tomaba como por asalto mis espacios de juego. Si para los visitantes era día de encuentros y compras, transacciones y comidas, para mí era una jornada inhábil. De todos modos, aquella irrupción multitudinaria tenía una pequeña compensación: entretenía mis horas escuchando a los contadores y cantadores de historias, las más de las veces truculentas, o presenciando los portentos de alguna adivina cuyos trucos no lograba adivinar, o disfrutando con los ardides de un charlatán especialmente hábil, capaz de vender la Giralda al primer paisano que acudiese a su llamada. A media tarde, empezaba a despejarse el pueblo; los aldeanos retornaban a sus casas y los feriantes desmontaban sus entoldados y pertrechos; llegaba a su fin la romería del comercio.

Por la mañana, en las horas de mayor afluencia, el gentío deambulaba a lo largo de la carretera que cruzaba la plaza. Era una procesión abigarrada y desorganizada de boinas, paraguas, cestos, hombres, mujeres. Nada de particular excepto la presencia de aquel hombre extraño y singular al que llamaban "el Che de Castro". Castro era el nombre de la aldea donde vivía. Solo se le veía en los días de feria, paseante solitario en medio de aquel enjambre de aldeanos. Yo lo observaba atentamente desde mi balcón. Era hombre robusto, de tórax ancho y recio. Llevaba barba y una melena peinada con raya al medio le llegaba hasta los hombros. En aquel tiempo (hablo de los años 50) los hombres no lucían ni barba ni pelo largo, por eso su imagen resultaba insólita y llamativa.

Decían de él que estaba loco. Por aquel entonces, yo asociaba la locura a episodios repentinos de agitación violenta, y por eso me sorprendía verle pasear sin que los demás adoptasen prevención alguna. En todo caso, aquella fama, su aspecto impávido y serio, y su deambular solitario, indiferente a su entorno, me impresionaban, prendían mi mirada y estimulaban mi curiosidad.

Un día decidí bajar a la calle para confundirme entre la gente y verle de cerca. Y así lo hice. Eso sí, agitado por una lucha interior entre la curiosidad y el temor. Mientras bajaba las escaleras de casa iba sopesando los pros y contras de la que yo tenía por valerosa aventura. Escalón a escalón, iba reforzando mi ánimo con advertencias y prevenciones para vencer la duda. Al final, me encontré en la calle. ¡Qué escenario tan diferente! Desde el balcón lo dominaba todo y me encontraba a salvo, pero ahora me metía en la marea de paseantes, a ras de suelo y a pecho descubierto. Me eché a andar mezclado entre la gente. Avanzaba nervioso. Al fin le vi venir. Por un segundo, pensé en apartarme hacia un lado y distanciarme de él, pero esa extraña mezcla de afán y temor me mantuvo, aunque inquieto y con la boca seca. Yo seguía obsesionado con la idea de una inesperada explosión de violencia de aquel hombre. Si pasa algo -pensaba-, hay mucha gente a mi alrededor. Al fin le pude ver claramente, corpulento, de cuello corto y recio, una cabeza voluminosa y oronda que parecía estar pegada a un tórax granítico; lucía aquella melena de nazareno -era tal vez lo que más me impresionaba de su imagen - y endurecía su faz una barba negra y tupida que recortaba un rostro horadado por unos ojos de mirada oscura, muy negra, un tanto perdida, ajena a lo que le rodeaba. Ni me miró. Por un instante pensé en volver sobre mis pasos para provocar un nuevo encuentro, pero temí llamar así su atención y, desde luego, nada estaba más lejos de mi ánimo.

Durante mucho tiempo, cuando, ya adulto, recordaba al "Che de Castro", quería redimir a aquel hombre de su fama y daba en pensar que tal vez solo fuese loco para las entendederas planas y uniformes de sus vecinos, y que aquel paseante de melena y barba probablemente fuera solo diferente, un solitario, un disidente de lo común, un hombre que había elegido otro modo de vivir. La sociedad, siempre renuente a la divergencia, recela del que es distinto y propende a su rechazo. Pero mi reconstrucción ideal de aquel solitario se vino abajo cuando hace poco pregunté por él a un amigo de la infancia y me respondió: "tengo entendido que murió en un manicomio." Esas palabras sonaron en mis oídos como un golpe inesperado con el que la cruda realidad echaba por tierra mi figuración, la imagen por mí recreada. Nada había, pues, del hombre diferente, independiente, discrepante que yo había ideado. Mi gozo en un pozo. Solo me cabe decir que, en cualquier caso, aquella melena y aquella barba hicieron de él un precursor de modas que florecieron años después. Bueno, algo es algo.

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