Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Matías Vallés.

El genio difícil de la Sardá

Rosa Maria Sardá, Rocío Jurado y Marina Rossell son las tres artistas que me han llamado "chico" en una entrevista, un detalle que no me impedirá reconocer la excelencia laboral de una de ellas. A cambio, remitiré a mis abogados por injuriosas todas las elegías de la actriz fallecida que incluyan descalificaciones como "gran corazón" o "extraordinaria sensibilidad". La Sardá brillaba porque erradicó el sentimentalismo. Era ácida, no amarga, Dorothy Parker sobre el escenario teatral que pisaba en cada una de sus comparecencias públicas.

Desde su pasión por desconcertar a la audiencia en vez de complacerla, la Sardá introdujo la profesionalidad de lo inesperado, la rabia flemática. Su cabeza era siempre una granada de fragmentación a punto de estallar. Encarnó el genio difícil, en todos los sentidos de la palabra difícil. Si ganó dos "Goya" a la mejor secundaria es porque el público no estaba entrenado para resistir la densidad de su presencia desde papeles protagonistas. No hace falta escarbar ni excavar para aportar pruebas a esta teoría, porque la reciente "Ocho apellidos catalanes" ofrece un despliegue de la capacidad polarizadora de la actriz.

Marsillach, otro monstruo, subrayaba que el actor ha de ser un poco tonto para adaptarse con facilidad a papeles de encargo. Sin embargo, la Sardá se negaba a despegarse de sí misma. En "Ocho apellidos catalanes" cuesta decidir si se burla con mas saña del independentismo irredento, del españolismo carpetovetónico, de ella misma, de su personaje, de su público, del resto del reparto o de todo a la vez. El resultado es regocijante, en una actriz sin domesticar que atrajo a Berlanga y hubiera sido la intérprete ideal de las farsas revolucionarias de Dario Fo. Aunque no nos atreveríamos a seguirla, nos enseñó que tenemos un montón de cosas de las que reírnos. Y que la mayoría están dentro de nosotros, chico.

Compartir el artículo

stats