"Se ruega sentido común", rezaba un cartel que esos días de ahí atrás colgó el dueño de una terraza de Baiona para pedir prudencia y buen juicio a sus parroquianos. Mejor nos hubiera ido a todos si las autoridades al mando hubieran actuado de acuerdo con el cortés ruego que el hostelero hace a su clientela, en lugar de abrumar a la población con órdenes contradictorias y una maraña de disposiciones que a menudo atentan contra la lógica.
El buen sentido impediría, por ejemplo, que el Gobierno cayese en paradojas tan notables como la de las mascarillas. En solo un par de meses, la autoridad sanitaria competente ha pasado de negar la utilidad de esos embozos a establecer la obligación -bajo multa- de su uso por todo el público en general.
Una de dos: o los científicos de la OMS, de Europa y de España llevaban razón antes o la llevan ahora. Las dos cosas a la vez no pueden ser. El pueblo obedeció entonces a las recomendaciones de sus pastores y probablemente hará ahora lo mismo ante la orden de cubrirse la mitad inferior del rostro. A fuerza de multas ahorcan: así que difícilmente se podrá culpar al personal de desobediencia.
Otra cosa sería que las autoridades científicas y políticas hubiesen aplicado las reglas más elementales del raciocinio. No tiene mucho sentido -ni común, ni del otro- informar de que el virus se transmite por las gotitas que salen de la boca al hablar y, a continuación, negar la utilidad, siquiera sea parcial, de una máscara, para contenerlas. Hace unos meses, al comienzo de la epidemia, la recomendación consistía más bien en recurrir al interior del codo cuando uno sufría un ataque de tos o sentía llegar la inminencia de un estornudo.
Puede que algunos quejicosos no entendiesen muy bien estas quiebras en la cadena de la lógica; pero ¿quién se atreve a hacerle objeciones a unos científicos dotados de apabullante currículo como los que, por lo general, asesoran a los gobiernos? Los confinados se limitaron a hacer lo que les decían quienes saben de esto; y, salvo los más aprensivos, siguieron saliendo al supermercado a cara descubierta.
Nunca sabremos si aquel primer consejo contribuyó o no a aumentar el número de infecciones; pero nada invita a pensar que las disminuyese. Dos meses después, eso sí, el científico que comanda televisivamente la lucha contra la epidemia en España acaba de admitir que no se recomendó en su momento el uso de mascarillas, simplemente, porque no las había. Podría haberlo dicho así a los ciudadanos adultos; pero lo que les contó fue, infelizmente, otra cosa.
En Suecia, donde son muy suyos, el Gobierno prefirió dar recomendaciones en lugar de órdenes, a la vez que pedía sentido común a sus ciudadanos. Todavía no ha terminado la epidemia, pero hasta ahora no puede decirse que les haya ido del todo mal a los suecos. Pese a su arriesgada apuesta por el civismo de la gente, el país escandinavo registra una tasa de 396 muertos por millón, frente a los 615 de España, los 542 de Italia y del Reino Unido o los 804 de Bélgica.
El misterioso caso de las máscaras inútiles, que al final pasaron a ser obligatorias, revela hasta qué punto el sentido común ha sido el gran ausente en la errática gestión de esta crisis. Algunos hosteleros, por lo que se ve, aprecian más el uso de ese sentido que los prohombres al mando.
