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Escambullado no abisal

El esperpento

Cien personas han caminado por las calles de mi ciudad, envueltas en banderas de España, gritando consignas airadas y golpeando cacerolas. Han actuado en pandemia como aquel enajenado que antaño recorría esas mismas calles repartiendo improperios, pero en centuplicado y rojigualda. Constituyen, contra su intención, la prueba de que el estado de alarma todavía resulta necesario: el que el Gobierno prorroga cada quincena y el mío propio, que ahora sé que convivo con ellas y me las podría encontrar a la vuelta de la esquina, como en The walking dead. "Me cago en los muertos del periodismo español; ellos son los que matan, ellos son los que roban", gritaba por Vigo aquel loco, quizá no tanto a la postre. El tiempo le está devolviendo la razón que parecía haber perdido.

Esta crisis tiene mil implicaciones científicas, políticas, sociales y económicas. Su gestión admite todo tipo de visiones. La actitud crítica resulta saludable. La peculiaridad española reside en su hipérbole, que nos ha dividido entre socialcomunistas proetarras y nazifascistas neoliberales. Son los espejos cóncavos y convexos del callejón del Gato, de cuyo reflejo deforme extrajo Valle Inclán el esperpento que nos define. La exageración como argumento dialéctico crispa a la audiencia y el laberinto competencial apuntala cualquier prejuicio. Podemos repartir las culpas entre las administraciones según convenga a nuestra ideología: Feijóo ha salvado a la gente que Sánchez quería asesinar, Sánchez nos ha salvado de Feijóo, al revés con Ayuso o viceversa. La propaganda está funcionando a toda máquina, reprochando muertos y robos al gusto de la línea editorial. Aquel lúcido loco.

El español, en general, siempre tiene clara la respuesta antes incluso de haberse hecho la pregunta. La soberbia constituye nuestra gran enfermedad nacional. Somos todavía aquellos jaques que tiraban de espada en Flandes o el Milanesado al mínimo atisbo de desdoro. Un pueblo ingobernable, en resumen, que todo lo sabe aunque todo lo ignora y protesta por lo mismo y su contrario: el retraso en el confinamiento y su prolongación, las restricciones de movilidad y su violación, que los partidos no pacten o que lo hagan... Tengo amigos a los que les sucede como a mi hija pequeña cuando llora, que siguen enfadados pero ya no recuerdan por qué. Pero ese enfado los alivia y ordena su mundo.

Se lo he oído a Nacho Morejón, que describe en La mujer que visitaba su propia tumba cómo unos colonos nipones de Manchuria, aunque se condenaban en su huida de la derrota, se quedaron en el andén porque así se lo habían ordenado. A los pocos que intentaron subir al tren que partía vacío los demás les llamaban "jikokume", indignos de ser japoneses por su desobediencia. Los españoles también se habrían condenado pero por asaltar el tren caóticamente, en un sálvese quien pueda.

Los japoneses cumplen las órdenes y los españoles las ignoramos; ellos se suicidaban y nosotros culpamos. Cada extremo produce sus propios monstruos. España es aquel proverbio afgano: "Yo y mi país, contra el mundo; yo y mi tribu, contra mi país; yo y mi hermano, contra mi tribu; yo, contra mi hermano". Llegados a este punto, proclamo que mi patria son mis dos metros cuadrados, mi cacerola en silencio y este cielo celeste, que es mi bandera.

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