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Escambullado no abisal

Uno de esos días

Tengo uno de esos días; quiero decir uno de esos a los que los hombres hemos atribuido el humor cambiante de las mujeres, como si se debiese a un capricho o a una maldición faraónica y no a la progesterona. La luna, en ellas y ahora en todos. El carácter y el ánimo, entreverados como en la santísima trinidad o en las manifestaciones marianas, pertenecen al misterio. ¿Por qué somos como somos, siempre iguales y a la vez distintos, uno y múltiple? Genética, educación, experiencias, circunstancias, química hormonal, neurotransmisores... Nos constituye una ecuación compleja que los científicos, aunque van cartografiando paso a paso el laberinto cerebral, no han resuelto todavía. El alma se refugia en las sombras del laboratorio.

Así que hoy, aunque réplica del plácido ayer en todos sus detalles, me ha sobrecogido la melancolía como un aire frío. Desde mi ventana los paseantes arrastraban los pies a ritmo de adagio y los aplausos de las ocho me han sonado a despedida. Entre las nubes se ha filtrado una luz de sacristía. Los expertos advierten de los efectos del confinamiento sobre nuestro estado mental. Todo se magnifica, decían en Gran Hermano y nos reíamos. La vida, a fuerza de plana en su apariencia, se ha convertido en una montaña rusa íntima. Nadie se agita tanto como a quien nada sucede. A veces, en estos días, tenemos uno de esos días.

Dickens, como casi todos los grandes, escribió para el instante de sus páginas y para la eternidad. "Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos". Su inicio en Historia de dos ciudades retrata Londres y París cuando la revolución, igual que retrata nuestro siglo y su pandemia. El peor de los tiempos y de entre sus pliegues, el mejor de los tiempos.

Muere la gente sin funeral y se celebra la curación de los que habían sido desahuciados. Cunde la solidaridad al tiempo que la codicia. Añoramos los abrazos que antes malgastábamos. Amamos y odiamos a quienes solo conocemos por una frase sacada de contexto. Todo lo sabemos pese a que todo lo ignoramos. España me parece un país depravado, cerril, "que ora y embiste"; en otras ocasiones la del "cincel y la maza", de corazón grande. Machado cantó a ambas, a la que le esperanzó la vida y a la que se la amargó.

A Machado lo leí de joven por gusto, cuando quería ser poeta. También a Baroja, aunque este por prescripción académica; el novelista que aún finjo ambicionar se cuece en las edades. Me marcó el protagonista de El árbol de la ciencia, Andrés Hurtado, trasunto del propio Baroja, que persigue la ataraxia como ideal: que nada le afecte ni perturbe. Me gustaría ser como quería Andrés Hurtado, pero ni él ni yo lo hemos conseguido. Me enfado con España y me alegro con mis vecinos, me indigna el ERTE o reposo en su regazo, a veces al revés y viceversa, desaforadamente, sin saber por qué. Mañana la gente paseará saltarina, aplaudirá con entrega y entre las nubes se filtrará la luz gregoriana de un rosetón. Será otro día, de estos o de esos, nunca indiferente.

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