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Javier Junceda

Volver a las andadas

En el apéndice que el antifascista italiano Primo Levi escribe en su célebre crónica sobre su tormento en Auschwitz, equipara en perversidad a nazismo y comunismo. De los gulags dirá que "siguen siendo una manifestación deplorable de ilegalidad y deshumanización. Nada tienen que ver con el socialismo, sino al contrario". Para él, podía imaginarse un socialismo sin recintos destinados al exterminio, como en muchas partes del mundo se había conseguido. Que un hombre tan de izquierdas como Levi, que sufrió en propia piel los estragos del Holocausto, sostenga la semejanza entre idearios tan opuestos, confirma que comparten una misma iniquidad, a pesar de lo cual suelen ser sacados a relucir de vez en cuando en las tribunas parlamentarias o en los medios, blanqueando la execrable devastación que produjeron en su puesta en práctica.

En septiembre del pasado año, el Parlamento Europeo aprobó por aplastante mayoría una resolución sobre la memoria histórica comunitaria recordando precisamente eso: que los regímenes fascistas y estalinistas perpetraron por igual asesinatos en masa, genocidios, deportaciones y fueron los causantes de una pérdida de vidas y libertad nunca vistas por la humanidad.

Desde entonces, hasta existe el deber institucional de rememorar esta tragedia totalitaria, para evitar que se repitan sus atroces crímenes o las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, manteniendo viva la llama del pasado frente a tal espanto, sea cual sea la ideología de base. La condena al revisionismo histórico y a la creciente aceptación social de estos detestables radicalismos ha llevado incluso a recomendar que en los planes de estudio se introduzcan materias que den cuenta del veneno que portan estas ominosas doctrinas, invitando también a eliminar de calles y plazas los nombres de los cabecillas de formaciones extremistas de uno u otro signo.

Que los diarios de sesiones o los periódicos sigan a estas alturas reflejando alabanzas a cualquiera de esos dos credos que nos precipitaron al abismo hace tan poco tiempo, constituye una de las más serias amenazas a la democracia y a la cultura común europeas. El gran modelo de paz y reconciliación por el que optamos los pueblos del viejo continente al crear sociedades abiertas y tolerantes para superar la larga pesadilla tiránica, se asienta sobre hechos imposibles de distorsionar, porque aún resuenan las salvajadas consumadas en el bosque de Katyn o en la aldea de Médnoye, por ejemplo, en donde se masacraron a miles de inocentes, tras hacerlos prisioneros, apalearlos, matarlos vilmente y amontonarlos como carne magra en hediondas fosas comunes. Que les cuenten las bondades de esas ideas a los republicanos o franquistas españoles enterrados en vida dentro de las gélidas e infernales alambradas del campo de concentración soviético de Karagandá.

Sostener que estos fanatismos de extrema izquierda o derecha han hecho algo por la causa democrática en algún lugar del mundo es mentir a sabiendas. Han sido justamente su mayor antítesis, aunque en ocasiones se hayan querido servir del generoso y cándido sistema de libertades para imponer sus apestosas autocracias, España incluida.

Que tengamos que acordarnos otra vez de esta elemental evidencia provoca escalofríos. Y mucho más que no reaccionemos ante esos graves negacionismos que los airean o justifican, orillando la profunda miseria moral y material que siempre han traído consigo.

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