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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Es difícil ponerle puertas al campo

Obligado a ejercer de Big Brother, el Gobierno ha fijado a sus cautivos unos rigurosos turnos de salida a la calle: y hasta los ayuntamientos costeros van a cuadricular las playas, tarea comparable, por lo ciclópea, a la de vaciar el mar con un cubo. Todo esto puede parecer raro, pero es que la nueva normalidad resulta un poco anormal. O ideada para anormales.

Habrá días, horas, edades y motivos diversos para salir de paseo, aunque mucho es de temer que los reclusos acabemos liándonos. Entre el permiso para comprar el pan y el periódico, el del súper, el tiempo de sacar al perro, el de acompañar a los niños, el de hacer deporte y el de pasear, propiamente dicho, nos vamos a pasar el día en la calle. Y probablemente no haya sido esa la idea de las autoridades más o menos competentes.

Tan prolijas reglamentaciones son muy difíciles de memorizar y aun menos de seguir por una población de 47 millones de habitantes entre los que hay una mayoría de adultos a quienes se trata como a niños.

La tarea será igualmente dificultosa para las fuerzas del orden encargadas de guardar y hacer guardar los decretos gubernamentales. Tendrán que dotar a sus agentes de una aplicación en el móvil, darles un manual o, en definitiva, cualquier otro recurso que les permita resolver sus propias dudas y las del vecindario. Tampoco es cosa de poner multas al buen tuntún.

El exceso de regulaciones, al que tan dados son todos los gobiernos en España desde hace siglos, obra el efecto paradójico de que cueste trabajo atenderlas.

Tal vez hubiera sido más práctico optar por la vía de la sencillez, recordando a los ciudadanos, que no súbditos, las reglas elementales para hacer frente a la epidemia. Es decir: el uso de mascarillas (que al principio declararon ociosas, y ahora obligatorias); el buen hábito de guardar las distancias y una correcta actitud higiénica en el lavado de manos. Dado que no se pueden poner puertas al campo ni a la gente una vez que se comienza a abrírselas poco a poco, la insistencia en estas cuestiones básicas podría ser más útil que todos los complejos calendarios de salida y vuelta a casa.

Más o menos eso es lo que han hecho en Suecia, cuyo Gobierno rema a contracorriente y se limita a recomendar a los ciudadanos que salgan tan solo lo imprescindible, a la vez que reitera machaconamente la necesidad de no acercarse y la de imitar a Pilatos en el frecuente lavado de manos. Las autoridades, nada autoritarias, tratan allí a su pueblo como si fuese gente mayor, en la confianza -hasta ahora correspondida- de que no se harán el sueco a la hora de ser responsables. De momento, no les va mal.

Otra cosa es que el sueño de cualquier gobernante resida en organizarle su vida privada a la gente, incluyendo los horarios de salida de casa. La epidemia ha dado un excelente pretexto a muchos de ellos, mediante estados de excepción sanitaria que se prolongan una y otra vez, con grave desdoro de las libertades y de las finanzas. Aquí han causado, además, el efecto secundario de sacar a flote el alma chivata de numerosos conciudadanos que delatan a sus vecinos y a los meros transeúntes desde el balcón.

Ese remedo de Estado policial es solo uno de los muchos daños colaterales que está provocando el virus de la corona. Hay que desearle suerte al Gobierno en su propósito de ponerle puertas al campo y cuadrículas a la playa. Falta le va a hacer.

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