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Riqueza

Trae a cuento el relato que, visitando el Creador a un humilde artesano, le pregunta en qué grado situaba su felicidad. Sorprendido por la divina presencia, como no podía ser de otro modo, nuestro personaje madura una respuesta, de entre deseo y esperanza: "Señor, siempre que hablé contigo te pedí ser rico y nunca me lo concediste". Asomando una aparente predisposición al milagro para compensar tan interesada devoción, acerca su mano y le ofrece cien monedas de oro, eso sí, a condición de que él le entregue uno de sus brazos. "Hombre, las monedas están bien, repuso nuestro personaje, pero sin un brazo mi vida sería mucho peor. No podría trabajar como ahora, la sociedad me vería diferente, e incluso algunos amigos podrían rehuir mi presencia. En fin, que no me compensaría". Como si de examinar la intensidad de aquel deseo se tratara, el Creador sube su oferta: "Te entrego mil monedas de oro, tendrás por tanto una gran fortuna para el resto de tus días, si me das tus dos brazos". Nuevamente reconvino el artesano con resuelta convicción: "Bueno, la verdad es que tampoco puedo aceptar lo que me propones. Qué sería de mí. No podría trabajar, ni tocar, ni sentir; ni tampoco disfrutar plenamente los encantos de la vida. ¿De qué me valdría entonces toda esa fortuna? La respuesta la encontró en la ulterior pregunta: "¿Te das cuenta ya de lo rico que eres?

Hace escasas fechas, acompañaba en el dolor a una muy querida familia, con motivo de la pérdida de uno de sus miembros. Una persona joven, risueña, hijo y padre maravilloso, esposo adorado; en fin, una de esos seres de bien que dejan una indeleble huella en nuestro recuerdo, y que son a la vez un estímulo para seguir viviendo cada día.

Cuando entre tanta merecida lágrima se iba abriendo paso el sosiego, me confesaba uno de aquellos corazones rotos: "Daría cuanto tengo porque volviese con nosotros". Un testimonio desgarrado y una profunda convicción que cobran siempre vida cuando perdemos a uno de nuestros seres queridos. Porque es entonces cuando advertimos nuestra verdadera riqueza, esa que camina a nuestro lado, en silencio y sin guardar más distancia de seguridad que la necesaria para no entorpecer nuestras ambiciones. Tal vez no sea su culpa, por no hacerse notar, pero seguro que es la nuestra por no saberla apreciar cuando tantas pistas nos va dando cada día: ese beso familiar que nos acompaña al trabajo, esa mirada complaciente, e incluso aireada a veces, de la persona que comparte nuestra vida, ese mensaje diario de quien nos siente cerca y le importa lo que hacemos, la reunión que nos convoca porque le interesa nuestra opinión. Tantas y tantas señales que a menudo despachamos sin la debida recompensa, al convertir lo accesorio en principal y dar por hecho lo importante.

No viene al caso mi defensa de vidas mendicantes, aunque la libertad del sayo no deba coartarse, cada cual habrá de modelar el suyo, como muy bien nos enseñó Diógenes, para quien no hay hombre más rico que aquél que puede vivir con lo justo. Y aunque lo justo no sea más que un bastón, un candil y un barril por morada. Afortunadamente, no es éste, entiendo, el único camino por el que descubrir la felicidad y la virtud en nuestras vidas.

Los tiempos presentes nos acercan graves problemas y presagian no pocas dificultades. Un virus cargado de muerte, desolación y enormes consecuencias económicas y sociales, y un país, que por momentos aparenta querer liberar los demonios que reiteradamente han impedido nuestro cabal desarrollo en los dos mil años de historia. Con el aditamento, además, de una clase política incapaz de fijar un marco racional y estable de convivencia, que excluya estúpidas revoluciones que nos lleven a la miseria, y que sepa convocarnos a todos al Pacto de Estado que necesitan y exigen cuarenta y siete millones de españoles.

Tal vez, ninguna situación como la que nos aflige podría permitirnos advertir mejor las riquezas de que disponemos, si somos capaces de mirar a nuestro alrededor.

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