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Joaquín Rábago.

360 grados

Joaquín Rábago

El fariseísmo del Donald

He visto el otro día en la prensa una foto en la que aparecía un Donald Trump concentrado, con los ojos cerrados, haciendo para las cámaras el gesto de rezar junto a un grupo de miembros de la Iglesia Evangélica que le rozaban las mangas de la chaqueta como si tocaran a un santo.

Me ha parecido la imagen más simbólica del fariseísmo de un presidente que ni siquiera durante una pandemia como la del coronavirus, que no distingue entre ideologías, ha hecho el mínimo gesto para suavizar los bloqueos a los que su país tiene sometidos a Cuba, Venezuela o Irán.

El implacable embargo contra Cuba dura ya más de sesenta años sin que se vislumbre el final, pero Washington intenta, como en el caso de los otros dos países, aprovechar la crisis del coronavirus para intentar acelerar la caída de un régimen que ha logrado hasta ahora resistir todos los embates de la superpotencia.

A Venezuela no se le permite acceder a los multimillonarios activos, fruto del petróleo, que tiene en EE UU. El cerco al país suramericano ha hecho, entre otras cosas, que el Fondo Monetario Internacional le denegase un crédito de emergencia con el argumento de que no estaba claro quién era el interlocutor: el presidente Nicolás Maduro o su autoproclamado rival, Juan Guaidó.

Los emigrantes venezolanos opuestos al chavismo, lógicamente preocupados por la salud de sus compatriotas, abogan por un acuerdo entre Maduro, Guaidó y Washington para que el Gobierno de Caracas pueda comprar al menos el material sanitario que necesita la población y que supervisaría la ONU a fin de evitar una posible desviación de fondos.

Aunque los productos médicos están excluidos expresamente de las sanciones contra Venezuela, a principios de este mes un avión de la compañía colombiana Avianca cargado de material sanitario procedente de China se negó a transportarlo a Caracas por no arriesgarse a eventuales represalias de Washington. Tal es el miedo que provoca el embargo en empresas no estadounidenses.

Mientras tanto, en una demostración más de su conocida xenofobia, dirigida especialmente hacia los hispanos, ese presidente que en la citada fotografía hace el gesto de rezar, rodeado de millonarios pastores evangélicos, aprovecha la pandemia para suspender la inmigración al país con el pretexto de que los estadounidenses tienen prioridad en la búsqueda de empleo.

Ya desde que Alexis de Tocqueville escribió su "De la democracia en América", sabemos la importancia que la religión tiene en Estados Unidos, donde hasta algunos presentadores de televisión terminan sus entrevistas con un "God bless you" (¡Que Dios le bendiga!). Y Trump ha sabido servirse astutamente de la fe, sincera o no de sus compatriotas, para sus terrenales objetivos políticos.

El presidente cuenta con una mayoría de seguidores entre los evangélicos, muchos de los cuales parecen empeñados en restar gravedad a la epidemia del coronavirus, como ocurre en Brasil con su émulo populista, Jair Bolsonaro, más preocupado, como él, de la marcha de la economía que de la salud de los ciudadanos.

Aunque él mismo se dice presbiteriano, Trump nombró asesora en materia religiosa a una rubia platino llamada Paula White, adscrita a una corriente evangélica de clara inspiración capitalista que promete la prosperidad en la Tierra a cambio de donativos a su iglesia.

Trump, un vividor sin escrúpulos morales cuyos affaires extramatrimoniales han sido aireados por la prensa, fue el primer presidente norteamericano en dirigirse a la llamada Marcha por la Vida, organizada por los antiabortistas de aquel país.

Y ha sido asimismo el primero en reconocer a Jerusalén como la capital de Israel, otra de las reivindicaciones no solo del poderoso lobby judío sino también de la Iglesia Evangélica, a la que pertenece su vicepresidente, Mike Pence. Sabe que del apoyo de los evangélicos, sobre todo de los blancos, depende su reelección. Y está dispuesto a hacer lo que haga falta.

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