Día 22, siempre en pijama. Me cuesta unos segundos darme cuenta de que esto tan extraño es real y que la noche solo ha sido un paréntesis breve. Llego al salón y la luz entra en mí. Enfrente hay un solar con la maleza descontrolada que se agita como una melena en un descapotable; los pájaros gorjean a todo volumen, regodeándose en su libertad. Leo en Twitter que un ciervo ha aprovechado nuestra ausencia para bajar desde Doñana a la playa onubense de Matalascañas. Se supone que el vídeo lo ha grabado un humano. Muestra al animal tanteando la espuma de las olas rompientes, divertido y curioso. Recuerdo un pasaje de Manuel Vilas en Ordesa sobre A Lanzada (Sanxenxo), el arenal de mi infancia. Una mañana del verano de 1970, el padre y un tío del escritor caminaban por la orilla, inspirando el salitre del verano. "Hay viento, hay luz, un descomunal espacio de mar y arena. Es el paraíso, pero es solo mi recuerdo ", evoca Vilas. La insistencia del mar en imponerse como pensamiento recurrente durante el confinamiento.

La pandemia nos polariza más. Unos esgrimen las cifras de muertos contra los otros, autoafirmándose en el "¡yo ya lo advertía y el Gobierno no!". El grupo del 'todo mal' nos arroja el número terrible de fallecimientos, sin reparar en altas, ensayos clínicos, comportamientos solidarios, esfuerzos a nivel global. Parece que otros vivan de igual modo ajenos a la realidad. Solo les leerás datos positivos. Me chirría la coletilla del "todo saldrá bien". No para todos, nunca más para algunos. He tenido días en uno y otro lado. Recuerdo a Houellebecq: "¿Era capaz de ser feliz en soledad? No lo creía. ¿Era capaz de ser feliz en general? Creo que es la clase de preguntas que más vale no hacerse ". El consuelo es que nos une el reconocimiento a los profesionales que sirven, ayudan, curan y cuidan. Son la auténtica élite. Que todos coincidamos es nuestro punto de partida, salgamos o no a los balcones.

La distancia nos acerca. Los de casa contactamos a diario, varias veces. Mi madre abre el turno en el grupo de wasap, al levantarse. El pasado 8 de marzo, hace como cuatro o cinco años, compartimos un cocido. Repaso un tuit que publiqué ese día sin reparar en la gravedad del virus. Miro a mi yo de hace semanas con incredulidad y cierta rabia. Todo es más fácil cuando ha pasado. Me pregunto si esta necesidad de estar juntos decaerá después. No echo de menos las aglomeraciones ni las citas por compromiso, en cambio extraño los besos y los abrazos que rehuía. Leo análisis que auguran un cambio radical de costumbres, y otros que aseguran que nada variará. Qué suerte poder albergar certezas por adelantado. Vuelvo al salón, sigo en pijama y los pájaros, trinando más.