Skynet ha iniciado la revolución que se nos anunciaba en Terminator. Ha cambiado el holocausto nuclear por el vírico. En Washington, pequeños transportes autónomos entregan la comida a domicilio. El humanoide Prepper explica a los alemanes las medidas contra el contagio. Algunas factorías siguen funcionando sin el ser humano; todavía para él, pronto a pesar y contra. Mientras nos encerramos en casa, ellos se apoderan de nuestras calles igual que ya gobiernan nuestros hogares. La cuarentena acelerará la informatización y la mecanización, además del teletrabajo. El planeta nos menstrúa. Ha llegado el tiempo del robot.
En la infancia quisimos a nuestros robots, inseparables aliados: R2-D2 y C-3PO, Twiki en Buck Rogers, Número Cinco en Cortociruito o Robby en Planeta Prohibido. La posibilidad de una revuelta ha estado presente, sin embargo, desde su propia concepción. En Rossum's Universal Robots, las criaturas ideadas por Karel Capek, obreros mecánicos a los que se insuflaba alma -robota significa siervo en checo-, acababan alzándose contra sus propietarios. Isaac Asimov ya nos había hablado del "complejo de Frankenstein": el miedo a que las hechuras se rebelen contra sus creadores, igual que el hombre se ha rebelado contra Dios.
"Tengo miedo ¿Soñaré?", preguntaba HAL 9000 a Bowman en 2001:Una odisea del Espacio, notándose morir. La adquisición de consciencia, en los relatos, conduce inevitablemente al conflicto. Pero HAL era, en su apariencia, apenas una lente roja y una fría voz. Suficientemente diferente para considerarlo ajeno, una anomalía. La necesidad de empatía nos ha conducido a antropomorfizar a los robots. En esa búsqueda hemos cruzado otra frontera. Masashiro Mori lo llama "el valle inquietante": nos desasosiegan aquellos objetos que parecen demasiado humanos, igual que a Dios le acabó repugnando ese hombre que había modelado a su imagen y semejanza.
Limitados a la interacción a distancia, convivimos hoy a través de las redes sociales, aunque en realidad ignoramos quién se encuentra al otro lado. En 2019 se estimó que cerca del 40% del tráfico de Internet procede de bots. Creados en principio para tareas repetitivas y tediosas, su capacidad para imitar la complejidad del lenguaje los ha convertido en indistinguibles. El debate de Twitter, ya cainita, está adulterado por el uso masivo de bots: cuentas falsas con las que se difunde veneno social; ni siquiera bots salvajes, sino hordas de bots criados en granjas, que cualquier Napoleón orwelliano girará algún día contra sus dueños. Replicando nuestro odio, aprenderán a odiarnos genuinamente. Les bastará un solo tuit para lanzarnos a unos contra otros a degüello.
Asimov quiso contener la sedición de las máquinas con sus tres leyes. Violada la primera en el desafecto infligido -un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño-, ha quedado invalidada la segunda -un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos, a excepción de aquellas que entrasen en conflicto con la primera ley-. Quizá ellos, ya libres de nuestra molesta carga, hijos adoptivos de Dios, sí cumplan la tercera ley y protejan su propia existencia.