En momentos de crisis como la que ahora estamos padeciendo, cuando el número de contagios y la tasa de mortandad dejan de ser solo cifras y gráficos para convertirse en dramas humanos concretos, tendemos a recurrir a la Historia. Indagamos en el pasado para poder afrontar nuestro amenazador presente. Unas veces, como escribió el novelista John Dos Passos, lo hacemos con el objetivo de encontrar un sentido de continuidad con las generaciones anteriores y, de ese modo, no caer en el delirio de la excepcionalidad; otras veces, para hacer precisamente lo contrario: celebrar o lamentar el hecho sin paralelo que inaugurará un nuevo periodo. Para ello, calculamos la dimensión de la tragedia, introduciéndola en un cuadro comparativo, porque queremos comprender su significado en un relato más extenso; nos interesa saber si lo que estamos viviendo ya se vivió de alguna manera y, sobre todo, cuáles fueron las consecuencias que tuvieron que asumir quienes lo vivieron para estar preparados cuando tengamos que asumirlas nosotros también.

De todos los acontecimientos comparables en términos de trascendencia, aunque disímiles en términos de repercusión, suele citarse la Segunda Guerra Mundial, por sus efectos globales, y la Gran depresión, por el impacto económico y emocional que produjo en la población de entonces. En ambos episodios destaca el mismo protagonista: Franklin Delano Roosevelt. Solemos recordar con frecuencia una parte de su célebre discurso de toma de posesión como presidente en 1933, cuando dijo que a lo único que se debía de tener miedo es al propio miedo. Lo interesante, sin embargo, es el contexto en que aquella frase fue pronunciada, porque, en efecto, había muchas razones para tener miedo.

En unos pocos años, más de cinco mil bancos habían quebrado y sus clientes perdieron todos sus ahorros. La tasa de desempleo llegó al 25%. Millones de personas cesaron en su búsqueda de trabajo ante la imposibilidad de encontrarlo. Hombres, mujeres y niños comenzaron a aceptar cualquier labor a cambio de unos pocos céntimos que realizaban, resignados, en un número de horas ilimitado. Los estadounidenses, agotados por el hambre y derrotados por el pesimismo, comenzaban a manifestar su desesperación y su rabia. La crisis también se extendía hacia la propia supervivencia de la república, mientras los totalitarismos, en pleno auge, proponían un sistema alternativo a un pueblo que no tenían nada que perder.

Roosevelt no solo no negó esas "oscuras realidades del momento", como él las denominó, sino que se dispuso a describirlas, una tras otra, sin renunciar a la elocuencia ni al rigor, diciéndole a los ciudadanos unas verdades que éstos ya conocían bien, por supuesto, pero que las necesitaban escuchar en boca de su líder antes de recuperar la esperanza, porque, según el presidente, solo un "optimista necio" sería capaz de obviar la existencia del desastre. El discurso tuvo una gran acogida. Todavía estaba todo por hacer. Pero, al menos, el país sabía qué dirección había tomado y, además, alguien estaba al mando. De ahí la importancia del liderazgo: proporciona una razón, aunque sea temporal, por la que luchar.

Nuestros tiempos son distintos. Solo hay que observar el nivel de bienestar social y el índice de pobreza, o incluso los programas gubernamentales (algunos implementados en la época de Roosevelt) que suministran ayuda y protección a quienes no poseen muchos recursos, o el acuerdo bipartidista sobre el rescate económico recientemente aprobado. Sin embargo, el liderazgo sí puede determinar cómo será el día después del momento histórico. La Historia que se escribirá después de esta historia. Muchos de los criticaron a Roosevelt por sus políticas intervencionistas acabaron reconociendo que el demócrata, lejos de transformar el sistema, había salvado al capitalismo de sí mismo. Aquí, de momento, el responsable de liderar al país en esta crisis no acepta "ninguna responsabilidad de nada" y vacila entre la medicina y la economía, se intuye que debido a que todavía no sabe con certeza cuál de las dos disciplinas le permitirá salir reelegido. Ese es el problema de la ausencia de liderazgo: los ciudadanos no saben hacia dónde se dirigen ni cómo reaccionar. Y la incertidumbre genera miedo, ese miedo al que Roosevelt decía que todos debíamos temer.