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Escambullado no abisal

Kyoungjong

Hemos recurrido inevitablemente al lenguaje bélico para hablar del Covid-19. La metáfora guerrera se nos hace muy golosa, como bien se sabe en los deportes. Enardece e impacta; sobre todo elimina la dolorosa complejidad de la realidad. En la guerra, en su narrativa oficial, todo ha de resultar claro: nosotros y ellos, la razón y la perfidia, la victoria y la derrota. Conceptos a los que aferrarse en el sinsentido de las vísceras desparramadas.

Para la generación al mando y excluyendo el terrorismo, esta cuarentena es la situación más cercana a un conflicto que hayamos vivido, por muy pálida que sea la semejanza: en las restricciones, en la incertidumbre, en el recuento diario de bajas e incluso en la áspera posguerra que ya nos aguarda. Autoridades y ciudadanía se han congregado contra un enemigo común. El primero objetivo de la propaganda consiste siempre en deformar a ese enemigo. Se le despoja de su individualidad para convertirlo en un colectivo estereotipado: el rojo, el facha, el boche, el japo, el charlie... Desprovisto de su humanidad, será descrito como una rata de ojos rasgados, un hinchado cerdo capitalista o incluso una plaga. Paradójicamente, al coronavirus hemos tenido que aplicarle el proceso contrario. Hemos dotado de personalidad a un genoma de ácido nucleico apenas contenido en su membrana. Nos resulta más sencillo pelear contra ese bicho perverso que hemos construido en nuestro imaginario. Porque nada asusta más que el mal sin maldad.

Siempre me he preguntado cómo actuaría yo en una guerra. Sé que no militaría entre los héroes, quiero pensar que tampoco entre los villanos. Formaría parte, como lo hago en estos días, de esa mayoría que se siente arrastrada por fuerzas que no controla ni comprende. Anthony Beevor, cuando preparaba su monografía sobre la Segunda Guerra Mundial, descubrió una historia con la que empieza su obra: en junio de 1944, un asiático con uniforme alemán se rindió a paracaidistas estadounidenses en Normandía. Era un coreano que los japoneses habían reclutado a la fuerza en 1938 para el ejército de Kwantung en Manchuria. En 1939 fue hecho prisionero por los soviéticos en la batalla de Khalkhin-Gol. Del campo de trabajos forzados lo sacaron en 1942 para emplearlo contra la Wehrmacht, que a su vez lo capturó en Kharkov en 1943. Fue así, integrado en un ostbatallion, como había acabado reforzando las defensas del Muro del Atlántico. Yang Kyoungjong, aquel joven que había vestido tantos uniformes sin hablar sus idiomas, emigró a Estados Unidos. Falleció en Illinois, en 1992, sin que ninguno de sus vecinos conociese su historia ni él se ufanase de ella. Se había limitado a resistir, por azar y destreza. Sobrevivir es a veces suficiente heroicidad. Yang les habría susurrado: "No salgan de casa".

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