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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Problemas de ser cariñosos

Que Italia y España sean los países más castigados por el bicho de la corona tiene una probable explicación en lo cariñosos que somos los latinos. A diferencia de los pueblos nórdicos y anglosajones, educados para marcar distancias, aquí por el sur de Europa somos gente de naturaleza cordial que no rehúye el cuerpo a cuerpo. Nos tocamos, besamos a gente desconocida del otro sexo cuando nos la presentan y pasamos el brazo sobre el hombro a amigos y colegas para compadrear a gusto.

Nada más letal que tales hábitos en el caso del Covid-19, un virus de proximidad que encuentra campo abonado para expandirse en la gente acostumbrada a tratarse de cerca. Esta teoría cuenta con el aval de una ciencia llamada proxemia, disciplina que estudia la gestión de los espacios en nuestra interacción social con otras personas. Sostienen los investigadores de esta especialidad que los anglosajones suelen hablar entre sí a la distancia de un brazo extendido, en tanto que los latinos y árabes lo hacen a la más módica de un codo.

A los anglos, nórdicos y centroeuropeos parece que les han protegido sus costumbres, aunque solo sea por el momento. No hay más que ver las cifras extrañamente bajas de infectados que arroja, un suponer, el Reino Unido, pese a la escandalosa opción del laissez faire, laissez passer que sus gobernantes aplicaron, con peligrosa liberalidad, al tratamiento de la epidemia.

Cierto es que el bufón Boris Johnson ha acabado por cambiar de idea; y parece probable que su colega Donald Trump haga lo propio a no tardar mucho; pero esa mudanza de rumbo llega muy tarde frente al azote de un virus que crece de manera exponencial día a día.

Si el hábito de guardar las distancias ha favorecido hasta ahora a nuestros vecinos del norte, no ocurre lo mismo con su habitual desconfianza del Estado y el culto al individualismo, tan elogiables en tiempos de normalidad. Su sensibilidad en materia de libertades individuales parece haber pesado más de lo aconsejable en esta ocasión. Por las mismas razones que dieron alas al Brexit, los ciudadanos del Reino Unido llegaron a la exagerada conclusión de que viven en una isla, a todos los efectos. Idea anacrónica donde las haya en un mundo globalizado por el que circulan libremente las mercancías y, por supuesto, los virus.

Tampoco es que la improvisación latina haya funcionado mucho mejor, pero eso ya se esperaba; y algo habrá influido, sin duda, en la rapidísima propagación del bicho en Italia y España. Hay que admitir, sin embargo, que en el otro lado de la balanza jugó a nuestro favor la devoción que aquí profesamos al Estado y a la autoridad en general.

Así se explica que, pese a la fama de desorganizados que nos adorna -acaso injustamente- el abastecimiento quedase garantizado desde el primer momento gracias a la inesperada disciplina, casi teutona, de los ciudadanos italianos y españoles. Nada que ver con el caos que se vive estos días en los supermercados de Londres, un suponer.

Costumbres aparte, parece mera cuestión de tiempo que el virus acabe por igualarnos a todos en la desgracia. Si acaso, por la parte sur de Europa llevamos la ventaja de haber sido más previsores a la hora de tomar medidas draconianas contra el bicho. Y, por tanto, quizá salgamos antes que nuestros organizados y distantes vecinos de esta pesadilla que ahora nos aflige. ¿Quién lo iba a decir?

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