Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Escambullado no abisal

Atticus, mi padre

Mi generación creció con Stallone, Schwarzenegger y Chuck Norris como modelos de virilidad. Incluso con Michael Dudikoff y Van Damme, más de saldo en el videoclub. En los ochenta, los héroes desayunaban anabolizantes, ya no se subían los pantalones hasta el ombligo y carecían de la melancolía de Robert Mitchum o la ternura de Gregory Peck. Al enemigo había que masacrarlo a bala y cuchillo fuesen extraterrestres o comunistas, igualmente pérfidos. Jamás la duda asomó en sus ojos antes de apretar el gatillo. Nos enseñaron que las heridas pueden cauterizarse con pólvora y la utilidad de la cinta americana. Ninguno de ellos nos preparó para enfrentarnos al coronavirus.

Siempre pensé que en la vida existía una especie de frontera a partir de la cual te convertías en alguien seguro de sí mismo; así me lo parecían los de Octavo de EGB cuando yo estaba en Primero, los de COU cuando empezaba BUP o, recién llegado a Santiago, los casi licenciados. Me lo imaginaba como una lengua pentecostal que me infundiría madurez. Pero alcanzaba el final de cada etapa sin ninguna epifanía y me sorprendía siendo todavía un chiquillo asustado. Lo soy también hoy, ya veterano del periódico, sin nada de aquella sabiduría que percibía en los mayores de la redacción, tan abundantes en historias y cicatrices.

A mi padre le gustaba más Gregory Peck que Schwarzenegger. Se cayó de una grúa antes de que yo naciese. Le quedaron los brazos retorcidos, con los que nos acunaba a mi hermano mayor y a mí, y la frente hundida. Durante décadas acumuló meningitis y cardiopatías, con sus punciones y sus cateterismos. Lo operaron una vez a corazón abierto y otra por trombosis. Tres veces estuvo en la UCI, con pronóstico incierto. Recuerdo bien la angustia del parte diario y en general mi sobresalto cada vez que el número de su casa aparecía en la pantalla de mi teléfono, especialmente a horas intempestivas, temiéndome alguna recaída. Él, sin embargo, jamás profirió una queja ni regateó una sonrisa. Tranquilizaba a las enfermeras cuando no le encontraban las venas del brazo y negaba sus dolores. Cuando la salud le concedía una tregua, salía a pasear por el barrio, siempre más rápido de lo que le aconsejaban los médicos, repartiendo saludos y cortesías. Mi padre y yo no necesitábamos hablar demasiado. Recostarme sobre su pecho, incluso cuando ya era yo mucho más alto, bastaba para serenarme. Todo se me antojaba en orden. Debía ser como recostarse sobre el pecho de John Wayne.

Me cuesta recordar en qué día exacto falleció mi padre, incluso en qué año, aunque fuese hace poco. Es extraño cómo funciona el cerebro. En la memoria de su cara, que tantas veces besé, se me fusionan Peck y el señor Fredricksen, de Up. Esa última vez combatió como siempre, mientras se iba apagando. Se fue agradeciéndole a mi madre lo feliz que había sido. Y a mí, en vez de revelarme el secreto de cómo hacerme adulto, al borde de su muerte me susurró una última broma. Pero quizá en eso consista el secreto: nunca dejamos de ser chiquillos asustados, simplemente aprendemos a disimularlo delante de aquellos a quienes amamos. "Todo saldrá bien", le repito a mis hijas. Como le diría Atticus Finch a la suya. Como me prometería mi padre.

Compartir el artículo

stats