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Escambullado no abisal

Elogio del fratricidio

Alentamos la esperanza de que el mundo será mejor cuando nuestro encierro concluya, incluso pese a la inminente crisis económica. Añoramos a nuestros semejantes. Los echamos de menos como antes de más. Querremos dilapidar estos abrazos y besos que nos obligan a ahorrar. Estamos aprendiendo a valorar aquello que realmente importa: un soplo de aire fresco, una charla en la cafetería, el guiño cómplice del compañero de oficina... Le lloverán los recursos a la sanidad pública. La solidaridad social se reforzará. Expectativas ingenuas. Nunca debemos despreciar el extraordinario alcance de la imbecilidad humana.

Lo sabían los antiguos otomanos. En la dinastía fundada por Osmán no se contemplaba la primogenitura como mecanismo sucesorio. Cansados de guerras civiles como la que enfrentó a Süleyman, Isâ, Mûsâ y Mehmed, hijos de Bayaceto, el fratricidio acabó imponiéndose como mejor recurso.

Cuando el sultán moría, el candidato elegido o más fuerte se apresuraba a asesinar a los otros posibles pretendientes. Ya que la ley coránica prohíbe derramar la sangre de los herederos del profeta y teniéndolos como tales, se les aplicaba la pena reservada a los grandes dignatarios. Se les ataba una cuerda a los genitales, por distraerles las manos, y a la vez se les asfixiaba con un cordón de seda. Lo cual demuestra el discutible diseño del cerebro masculino, más preocupado por la procreación futura que por la existencia vigente.

A los otomanos no los debilitó la endogamia, como a los Habsburgo. Enriquecían sus genes con cepas diversas. Pero esa misma promiscuidad alimentaba sus escabechinas familiares. Murad III, que hizo matar a sus 5 hermanos, tuvo después 20 hijos y 27 hijas con 40 concubinas. Uno de ellos, Mehmed III, alcanzó la perfección en el noble arte del fratricidio. Ejecutó a sus 19 hermanos, la mayoría niños y adolescentes, el mismo día de su entronización, a fin de que compartiesen el cortejo fúnebre de su padre.

La exageración de Mehmed III quebró la costumbre. Su hijo Ahmed decidió perdonar la vida a Mustafá, su pequeño hermano de 2 años. En vez de estrangularlo, lo encerró en un kafes, una estancia aneja al harén de Topkapi, especie de jaula de oro, con todos los lujos a su alcance menos la libertad. Al cabo de los años Mustafá sucedió a Ahmed. Sin embargo, tanto tiempo enclaustrado, dominado por el pánico a ser asesinado en cualquier instante, había convertido a Mustafá en un débil mental que regalaba monedas de oro y plata a los pájaros de su jardín, incapaz de cualquier gobierno coherente. Y así, instaurado el kafes como alternativa al fratricidio, en el sultanato proliferaron los idiotas y el imperio cayó en una prolongada decadencia. "El pescado se pudre por la cabeza", reza el dicho turco.

Encierro y miedo a morir siguen siendo una inquietante combinación. Quizá una semana de estado de alarma, rodeados de comodidades y aparatos, pero a la vez confusos en esa burbuja que el algoritmo ha ido construyendo con nuestras elecciones, no es suficiente para habernos convertido ya en Mustafá. Pero si uno se pasea por las redes sociales empezará a comprender que a veces un buen lazo de seda puede ser la elección adecuada.

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