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Escambullado no abisal

El infierno soy yo

En el torneo de baloncesto que disputo, cada equipo tiene un imbécil como mínimo. Es un cargo imprescindible, aunque oficioso. El imbécil acapara las protestas al árbitro y la inquina de los rivales. A mis compañeros de equipo siempre les digo que si no se les ocurre quién es nuestro imbécil, será que no se cuentan a sí mismos. En realidad el imbécil es un hecho mudable y subjetivo. Existen imbéciles obvios e imbéciles particulares; también imbecilidades que se retroalimentan, puntuales o prolongadas. Todos somos el imbécil de alguien, por mucho que duela admitirlo.

Siempre hemos pensado que el infierno era el otro. Esto podía distinguirse perfectamente en las fantasías catastróficas: zombis, extraterrestres, monstruos interdimensionales, malvadas bandas ciberpunks lanzadas a la carretera... La realidad ha resultado mucho más prosaica. El apocalipsis es un runner que aprovecha las aceras vacías, un político que da la mano o se manifiesta, un ejecutivo que mantiene la empresa abierta, un ciudadano cualquiera que se tose en la mano. Imbéciles a los que insultamos desde las ventanas y las redes sociales. Es el vecino. El otro, todavía.

Esta crisis resulta especialmente terrible por su mediocridad. Todo se derrumbará sin grandes batallas épicas. No moriremos ejecutando algún acto heroico contra las hordas de infectados ni alentando el milagro del espíritu humano al tiempo que los simios se apoderan del planeta. El Armaggedon consiste en un lento aletargamiento sobre el sofá, mientras descubrimos horrorizados que ni siquiera el catálogo de Netflix es infinito.

Estamos disimulando estas horas de hastío con música, vídeos, juegos; el ordenador, el móvil, la tablet. Peleamos contra cada instante de silencio porque en el fondo sospechamos cuál es el verdadero enemigo. El fin del mundo no es una superproducción de Hollywood, sino una película de Buñuel o Bergman. Una cruda mirada al espejo para desvelar aquello que Gran Hermano nos había advertido desde hace años: todo el mundo oculta un imbécil, todo el mundo es un imbécil de sí, y solo necesitamos las circunstancias adecuadas para que esa característica se manifieste. Quizá esta certeza nos debería conmover y hacernos más indulgentes con los errores ajenos. "Esto será como una simple gripe", proclamé. El infierno soy yo mismo.

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