El cajero del supermercado se acerca un poco y baja la voz: "Hemos traído cuatro palés de papel higiénico. Suele bastar para tres días. Hoy se ha agotado en tres horas". El supermercado recuerda al plató de una película de catástrofes de serie b. La gente empuja los carritos, presurosa y mirando hacia todos lados, y alarga el brazo para abarcar más frascos, más latas, más paquetes. No parecen comprar, sino cazar. Cazadores solitarios que liberan endorfinas al encontrar un bote de garbanzos. Le pregunto al cajero por la obsesión por el papel higiénico. Se encoje de hombros. "Ni idea. Fíjese que tenemos todavía, a última hora de la tarde, jabón, champú, cremas? Se venden mucho más que anteayer, pero todavía nos quedan? En cambio antes del mediodía se había acabado el papel?". Es andaluz e improvisa un chiste. "Como no sea que nos vamos a tomar por culo y la gente quiere tenerlo presentable?". Se ríe de su propia gracia, pero murmura: "Venga mañana a primera hora, pero a primerísima hora, habrá papel, pero me parece que durará menos que hoy". Detrás, en la cola interminable, gruñe una sexagenaria impaciente. Quiere salir del supermercado cuanto antes y llegar a casa.

Es irresistible esa mezcla de miedo y fascinación que nos está zombificando sin remedio. "Esto no puede estar ocurriendo", me escribe un amigo, que sin embargo no quiere perderse el siguiente capítulo. Apocalipsis significa, según la etimología, revelación, y no hay revelación más sorprendente que descubrir que nos parecemos tanto como sospechábamos a los extras de una película de John Carpenter. Repentinamente el futuro es amenaza física, no esperanza política o ideológica, y estamos a punto de incorporarnos a ese futuro como a un autobús sin frenos. Encerrarse en casa es tanto una medida de profilaxis sanitaria como de prevención psicológica, porque entre cuatro paredes parece detenerse el tiempo y no sabemos si es ayer o mañana.

Los apocalipsis son cíclicos. Es una constante cultural y hasta civilizatoria. El mundo siempre se está acabando en todos los relatos mitológicos y religiosos como una forma de purificación. Ahora leo a buena gente de extrema izquierda proclamar que esta pandemia mundial es lo mejor que podría ocurrir para implosionar el capitalismo monopolista y globalizado. En muchas aldeas de Centroeuropa, alrededor del año 1000, se quemaron cosechas y se sacrificó ganado bajo una superstición similar. Lo entiendo. Es un acto de fe, como escuchar al presidente Pedro Sánchez aconsejar a la gente lavarse las manos. Nadie podrá decir que él no lo haya hecho desde el principio de esta crisis. O soportar eso de que se pone en el lugar de quienes están padeciendo el virus. No, su lugar no es ese, sino la Presidencia del Gobierno, liderando la gestión y salida de una crisis sistémica y tomando decisiones. Pero deliro. Debería hacerme el test.

Recordemos que la agenda política de Sánchez no sobrevivirá, pero la gran mayoría de nosotros sí. La mejor metáfora sobre la inanidad de cualquier catástrofe es ese hermoso cuento de Ray Bradbury en el que un campesino, al norte de México, ve circular a toda velocidad cientos de coches por la vieja carretera cercana a su casa. A última hora se detiene uno. Un hombre se asoma a la ventanilla y grita al campesino: "¿No se ha enterado? Ha ocurrido. Es el fin del mundo". Y arranca de nuevo el vehículo y se pierde en el horizonte. Es casi de noche. El mexicano se va a regar su pequeño maizal y mientras corre el agua piensa: "¿El fin del mundo? ¿De qué mundo?"