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El espíritu de las leyes

Historia y dignidad personal

El pueblo que no conoce su Historia está condenado a repetirla, suele decirse con una frase de paternidad múltiple y validez a mi juicio discutible. La cuestión es más bien quién, cómo y con qué propósitos escribe la Historia. Aun rechazando la perspectiva nihilista de Alfred J. Ayer, según el cual la Historia no es más que un maldito hecho tras otro, ha de convenirse con Margaret MacMillan ("Usos y abusos de la Historia", Ed. Ariel) en que la Historia no nos ofrece respuestas definitivas para todos los tiempos, ya que se trata de un proceso. O como afirma Jordi Canal ("Historia mínima de Cataluña", Ed. Turner), el gran problema de los historiadores radica en conocer el futuro de ese pasado que constituye su objeto de estudio. En realidad, agrega, la vinculación del presente con el pasado dista mucho de resultar evidente. ¿Por qué, entonces, dejando aparte la curiosidad científica, "necesitamos" tanto la Historia?

Pues por puro espíritu de pertenencia grupal. En estos tiempos fluidos e inciertos, observa MacMillan, sentirse parte de algo que nos supera y nos sobrevive puede resultar consolador. Para los nacionalistas, la Historia es una forma de hacer valer la "comunidad imaginada", que era como Benedict Anderson definía a la nación. La Historia, por consiguiente, debe complementar y/o sustituir a la religión. Más todavía: la Historia puede configurarse como la religión de la identidad.

Hay un episodio conmovedor recogido en el proteico libro de Margaret MacMillan. En 1923, un líder americano negro, Marcus Garvey, sostenía en un artículo que los negros habían gobernado el mundo cuando los blancos eran salvajes y bárbaros y vivían en cuevas; que miles de profesores negros enseñaban en Alejandría cuando esta ciudad ptolemaica era la capital del saber; y que el antiguo Egipto dio al orbe la civilización, robada luego por Grecia y Roma, incapaces de crear una civilización propia.

Tales disparates son, ciertamente, patéticos. He ahí un numeroso grupo humano, próximo hoy a los 38 millones de personas, que tiene un serio problema de identidad histórica (o peor aún, de no identificación con su pasado, de rechazo visceral del mismo), lo cual, desde luego, en absoluto cabe considerar extraño. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776), en su párrafo más célebre, afirmaba "que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Pero en la nueva nación se hallaba extendida la esclavitud (el propio Thomas Jefferson, principal redactor de tan hermoso texto, era propietario de esclavos y tenía a una esclava como concubina) y por supuesto las mujeres carecían de derecho de voto. ¿Dónde estaban, en consecuencia, la libertad y la igualdad? Las mujeres accedieron al sufragio en 1920, pero la lucha por la emancipación femenina dista mucho de haber concluido, como atestigua el reciente movimiento "Me too". Los negros fueron liberados de la servidumbre tras la Guerra de Secesión, pero luego vivieron segregados o reducidos a las muy diversas formas de racismo que todavía perduran con vigor, a pesar de fenómenos como el cometa Obama. Su completa emancipación tampoco se ha alcanzado aún.

El caso de los llamados afroamericanos no es, por desgracia, el único en que un colectivo humano se siente extranjero en su patria. Así ha ocurrido siempre con los judíos, pero al menos estos poseen, en tanto que grupo étnico, una Historia plurimilenaria y una riquísima tradición religioso-cultural. ¿Pueden los negros sentir como propia la Historia de los Estados Unidos, el país que los secuestró y esclavizó? Cierto, lucharon en las guerras que llevaron a esa nación a la condición de potencia mundial, aunque más bien resultaron utilizados en ellas como carne de cañón, igual que los pieles rojas. No, antes de sentirse patriotas, los afroamericanos precisan ver plenamente respetada su dignidad personal, cosa que no deriva de ser estadounidense, sino de ser un individuo de la especie humana.

La Historia, a menudo, intoxica, engaña, manipula y enfrenta. En cambio, el respeto primero libera y luego hermana. La Historia puede esgrimirse como arma contra la igualdad, que luego emplean los supremacistas para sus siniestros fines. Por eso el patriotismo únicamente basado en la tierra y los muertos no vale para nada bueno. Ya decía Churchill en tal sentido que "los Balcanes producen más Historia de la que pueden consumir". Así, pues, solo nuestra dignidad personal y la de los otros puede constituir la base del mejor patriotismo: el de la Humanidad entera.

*Catedrático emérito de Derecho Constitucional

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