Tras haberme zampado enterita "El Palmar de Troya", la serie documental de cuatro capítulos que terminó esta semana en #0, proclamo solemnemente que me he convertido a la fe palmariana. Es paradójico, porque la estupenda serie de Movistar+ probablemente buscaba provocar en el espectador el efecto contrario, e inducirle rechazo y alejamiento tras la narración de los chiripitifláuticos sucesos que tuvieron lugar en el municipio sevillano a raíz de los cuentos que contaron unas niñas sobre la aparición de una señora muy bella, un ahorcado y un toro con cuernos verdes. Pero lo siento mucho, la fe es así; no la he inventado yo.

Mi conversión a la fe palmariana se basa en mi absoluta incredulidad hacia todo lo que supuestamente ocurrió allí. Obviamente, las apariciones eran un cuento tan inverosímil que un cuento más inverosímil no puede ser pensado. Las capacidades de videncia de Clemente Domínguez eran nulas, casi sarcásticamente nulas tras su accidente de tráfico. Los mensajes que la Virgen transmitía a la humanidad tenían la autenticidad -y la calidad de sonido- de una cinta de casete en donde se hubiera grabado un disco de Milli Vanilli sonando en un transistor con pocas pilas. Ninguna de las profecías se cumplió.

Pero justamente por eso, justamente porque no hubo ningún milagro, porque ese imperio económico se fundó sobre un chusco vidente invidente y su corte de grillaos y jetas, es por lo que caigo de rodillas ante el Palmar y proclamo que no hay milagro mayor que su éxito. Nunca ha habido una secta tan cutre, con tan mal gusto, tan irrisoria, tan ridículamente impresentable como la que rodeó al papa Gregorio XVII. Que cuente con seguidores a lo largo y ancho del planeta, no pare de llenar bolsas y bolsas de plástico de billetes y vaya ya por su cuarto papa es un prodigio que deja la sanación de leprosos imponiendo las manos a la altura de un trilero de la calle Sierpes. Creo, sí, creo porque no creo. Creo y estoy pensando en proclamarme papa.