Por ciertas informaciones de prensa, percibo la urgencia con que, desde el Ministerio de Igualdad, se proyecta una "Ley de Libertad Sexual" (que, entre otros objetivos, modificará el Código Penal), porque quienes la anuncian patrocinan arden en deseos de que tenga ya, de alguna forma, presencia el día 8 de marzo, de modo que, se dice desde aquel ministerio, la nueva ley sería aprobada por el Consejo de Ministros tan solo en unas semanas. Parece ser que en este extremo han surgido desavenencias con el Ministerio de Justicia, desconozco si es por cuestión competencial, de coordinación o de celos por la primicia legislativa.

Legislar no es, ni mucho menos, una tarea fácil. El ordenamiento jurídico es un complejo mosaico, un puzle gigantesco cuyas piezas, en íntima correlación, pueden resentirse si algunas se cambian o mueven sin la debida cautela. Ya solo el hecho mismo de la redacción de la norma es labor delicada. Por eso me inquieta esa estrategia de calendario, esa interesada urgencia legiferante que se desprende de los propósitos confesados por el Ministerio de Igualdad, guiado, según parece, por un afán efectista de festejar el 8 de marzo con la ley por pancarta. ¡Qué mejor fecha!, dirán algunos y algunas, al unísono y unísona. Percibo en ese propósito una cierta excitación por legislar para el escaparate y hacerse la foto con la ley debajo del brazo, para ilustrar el sobaco. Cualquier prisa es siempre mala consejera. A lo mejor en este caso mi temor es infundado. Pero el recado ministerial no suena bien. No es la primera vez que se cede a la tentación de apurar la promulgación de una ley por razones oportunistas de calendario electoral, urgencia que obligó a hacer retoques en el texto que luego se tradujeron en dificultades de interpretación a la hora de aplicar la ley. Ocurrió así con la Ley de Ordenación de la Edificación. Pero esa es otra historia, y ya agua pasada.

Legislar, dotar a una sociedad de un cuerpo normativo sólido, estable y racional, no puede ser producto de la premura ni de la improvisación. Legislar es tarea que precisa también del uso de la razón y la reflexión. Con las leyes no se juega. Con las leyes no se hace política de imagen. Con las leyes no se hace populismo. Se trata, nada más y nada menos, que de hacer Derecho. Luego, pasa lo que pasa: antinomias, omisiones y lagunas, defectos de redacción, fragmentación y dispersión normativa en la regulación de la misma materia, etc. La mala calidad de las leyes tiene una repercusión social y económica nada desdeñable, incrementa el nivel de litigiosidad y da lugar, en ocasiones, a una actuación correctora de los tribunales a los que aboca a ejercer de colegisladores, función que, obviamente, no les corresponde.

Por eso se ha dicho, y con razón, que si el Ministerio de Justicia ha abdicado de su función coordinadora en la producción normativa, o ha dejado de llevar la delantera legislativa en materias propias de su ámbito, se hace muy conveniente la creación de un órgano al que se atribuya la coordinación de las leyes, el control de su calidad y la comprobación del respaldo presupuestario que garantice su aplicación.

Se ve que ciertas veleidades del legislador no son de ahora; ya en el siglo XVII, el que fuera Chief Justice (presidente) de la Corte Suprema del Reino Unido, Sir Matthew Hale, demandaba de los reformadores del Derecho una ponderación reflexiva en su tarea. Muy útiles y acertadas son las recomendaciones que sobre la técnica de legislar hicieron en su día Montesquieu, Diderot -que recogió en la Enciclopedia casi ad litteram las pautas del primero- y Bentham, textos estos que, con otros más modernos ("Legislar mejor 2009", del Ministerio de Justicia), debieran leer nuestros legisladores, para al final hacer suya, a modo de desiderátum, aquella conclusión hermosa, acaso utópica, de Gaetano Filangieri, para quien "las buenas leyes son el único apoyo de la felicidad nacional."

Difícilmente una ley puede superar los cánones de racionalidad que le son exigidos si es producto de la prisa. A la urgencia, al apresuramiento acude el legislador cuando da primacía a criterios espurios, ajenos a las exigencias de una coherencia y armonía legislativa que la presteza y las presiones ponen en riesgo. Ocurre así con frecuencia en los casos del llamado "legislador reactivo" que actúa en caliente a impulso de la presión social o política.

Hay, por otra parte, algunos proyectos legislativos que, por su trascendencia, debieran ir precedidos de una exposición y un debate públicos, sometidos al contraste de opiniones de los expertos en la materia sobre la que se legisla. Hoy no es admisible ni fácilmente entendible que determinadas leyes de impacto social se redacten en la rebotica de un gabinete ministerial. Para acometer determinadas reformas o innovaciones es preciso abrir las ventanas; en ocasiones, no basta con el debate parlamentario, tan lastrado de voces no independientes.

Esperemos, pues, esta nueva ley que, para un Ministerio de Igualdad debutante, viene a ser algo así como su puesta de largo legislativa.