Ahora que lo han condenado a más tres años de cárcel, Roger Stone parece haber alcanzado el cénit de su carrera como susurrador de candidatos desde que su nombre apareció en los papeles del Watergate, cuando, siendo casi un adolescente, buscaba su lugar en el mundo de la política, un "show business para la gente fea", y trabajaba para la campaña de Nixon, cuyo rostro aparece tatuado en su espalda. Cumpliendo una de las máximas que él mismo estableció, Stone mantiene su fama sin importarle el origen de ésta, pues siempre es mucho mejor ser una celebridad, aunque sea por motivos siniestros, que no serlo en absoluto. El exasesor de Trump, convertido ya en un mártir de la derecha alternativa (fiel a otra de sus máximas: "reinvéntate a ti mismo"), puede retorcer la verdad hasta hacerla irreconocible ("siempre he apreciado el valor de la desinformación") invirtiendo los argumentos que dieron forma a la sentencia: su entrada en prisión no se debe a un encubrimiento sino a una conspiración contra quienes se atreven a defender al presidente.

Si conocemos bien la visión estratégica de Stone y el papel que ha jugado en la política estadounidense de las últimas décadas, al contribuir en la consolidación de lo que, a su juicio, representa la auténtica genealogía conservadora (Nixon-Reagan-Trump), es gracias a un documental, "Get Me Roger Stone", donde él se presta sospechosamente a ser el protagonista de su propio retrato diabólico, dejando que las cámaras lo sigan y registren sus paseos y apariciones públicas. Es ahí donde el personaje, vestido como un dandi, hace gala de su cinismo, mientras, atribuyéndose un protagonismo desmedido, imparte unas lecciones a los espectadores como si estuviera repartiendo las tiras de papel de las galletas de la fortuna que él parece extraer del palillo que atraviesa la oliva de su Martini: "Los votantes no distinguen entre la política y el entretenimiento"; "el miedo motiva más que el amor"; "ataca, nunca te defiendas"; "para ganar debes hacer lo que haga falta".

Sin embargo, Stone no es un impostor; tan solo exagera sus aportaciones. El estratega formó parte del llamado "lobby de los torturadores" -entre cuyos clientes se hallaban tiranos como Ferdinand Marcos o Mobutu Sese Seko- junto a Charles Black y Paul Manafort, el exjefe de campaña de Trump que ahora está en la cárcel por conspiración, y participó en operaciones que, aprovechándose de los vacíos legales y difundiendo rumores falsos, tenían el objetivo de destruir la reputación de las personas y acabar con sus carreras políticas, así como facilitar la victoria de determinados candidatos, desde la historia del hijo ilegítimo de Pat Buchanan hasta el recuento de Florida en las controvertidas elecciones presidenciales del año 2000.

Puede que algunos celebraran las contundentes palabras que la juez pronunció en el juicio ("la verdad todavía existe y todavía importa") con un placer similar al que debió de sentir Elliot Ness en Los intocables cuando consiguió que se retiraran los miembros del jurado sobornados por Capone. Pero el presidente ya ha mostrado su desacuerdo con la condena de Stone, cuyo posible indulto, según publicó la revista "Politico", parece ser solo "una cuestión de tiempo". Cuando el exgobernador de Nueva York Eliot Spitzer dimitió por acostarse con una prostituta de lujo, Roger Stone, que había colaborado para que se conociera ese hecho, comenzó a decir que el político demócrata mantenía relaciones sexuales con sus calcetines negros puestos. Los medios de comunicación no pudieron resistir la tentación de abordar ese jocoso detalle. Se multiplicaron los reportajes y las bromas. No importaba que eso fuera verdad o mentira. Stone conocía bien los intereses del público y los intereses de la prensa y, cuando mencionó el calcetín, todos miraron hacia el calcetín.