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La capilla de San José

El Ayuntamiento impulsó su derribo en 1940 para embellecer la plaza, y ocupó su solar la primera sede de la Caja de Ahorros de Pontevedra

Los historiadores pontevedreses enmarcan tres grandes campos extramuros de la ciudad: Santo Domingo, San Roque y San José. Este último adquirió un gran relieve como recinto de la feria de ganado; hasta que la construcción del Palacio Provincial forzó su traslado a la actual plaza de Barcelos a principios del siglo XX.

No está nada claro si el campo de San José fue anterior y dio nombre a la casa-palacio allí ubicada con su capilla anexa, o si ocurrió justamente al revés. Algunos estudios atribuyen la nominación de la plaza a la capilla mencionada, pero pasan por alto la pertenencia de ésta a la referida casa-palacio, cuya historia contamos aquí la semana pasada. De ella procedían las tres labras heráldicas en su fachada principal, rodeando una imagen en piedra del santo patrón. El investigador Alfonso Fernández asignó esos tres escudos a los linajes de Gago de Figueroa, Cru-Montenegro, Daponte, Mendoza, Sarmiento y Sotomayor.

Sea como fuere, la capilla de San José solo vestía sus mejores galas una vez al año, coincidiendo con la festividad del patriarca. Entonces se oficiaba una misa cantada en su honor. Porque la principal celebración religiosa, novenario incluido, correspondía a la iglesia de Santa María como parroquia más importante de la ciudad.

También el barrio organizaba casi siempre dos días de fiestas, el 19 y el 20 de marzo. Su programación dependía del dinero recaudado en una colecta vecinal, más alguna cantidad extra que procedía de una rifa.

Habitualmente, se colgaba una iluminación especial en la plaza y los tramos colindantes de las calles Riestra, Oliva y González Besada, por donde transcurrían los organizados paseos. También había una verbena amenizada por la Banda Popular o Municipal, indistintamente, junto con un grupo de gaitas del país. Y no solía faltar una tirada de fuegos de lucería.

El resto del año, la capilla de San José no tenía una actividad regular. Solo celebraba puntualmente funerales, misas de aniversarios y novenarios, -además de bodas nocturnas-, casi siempre por encargo de las familias vecinas.

A finales de 1906, por ejemplo, acogió el cadáver de Lucrecia Martínez Herrera, hija del propietario del edificio del Café Moderno, fallecida prematuramente a los 17 años en Madrid desde donde llegó en un gran furgón. Allí se instaló la capilla ardiente y allí se organizó el entierro al día siguiente. También se celebraron misas gregorianas en su memoria durante varios días.

Treinta años después ocurrió lo mismo con Ventura de Dios López, hijo de la familia propietaria de la capilla, muerto trágicamente en el frente de Madrid cuando solo contaba 22 años. Fue uno de los primeros jóvenes pontevedreses que falleció en los trágicos inicios de la Guerra Civil y la noticia causó en toda la ciudad una gran consternación.

Por tratarse de una propiedad privada, no dependía de ninguna parroquia de Pontevedra; religiosamente estaba a cargo de la diócesis de Santiago. Por esa razón, la capilla de San José vivió el 8 de junio de 1924 la jornada más jubilosa de su historia en el siglo XX: la visita por vez primera del nuevo arzobispo compostelano Manuel Lago González.

El gobernador civil, Leonardo del Saz, y el presidente de la Diputación, Daniel de la Sota, esperaron cortésmente a tan distinguido visitante en Caldas de Reis, y juntos hicieron el recorrido en coche hasta la misma plaza de San José repleta de feligreses. La llegada del arzobispo fue acogida al son de la Marcha Real y enseguida entró en la capilla para revestirse de pontifical. Una vez ataviado se desplazó a pie bajo palio hasta San Bartolomé, Santa María y el Ayuntamiento, sucesivamente. Luego permaneció dos días más en la ciudad para realizar confirmaciones de jóvenes en ambas iglesias.

El Ayuntamiento abordó por primera vez, a finales de 1929, el derribo de la capilla de San José por razones urbanísticas. Entonces se consideró que la edificación no tenía ningún valor como tal, y tanto los concejales como los propietarios se mostraron proclives. Todos pensaron que la plaza ganaría mucho "en perspectiva, tamaño y belleza". FARO compartió el criterio general y se sumó a la campaña. Poco después dio por hecha su demolición; pero la precipitada caída del general Primo de Rivera y los cambios de corporaciones que vinieron después aplazaron el asunto en cuestión.

Contra lo que pudiera creerse, su expropiación no se retomó por el Ayuntamiento durante la República, sino después de la Guerra Civil. Y quien lo planteó no fue otro que Antonio Hereder Solla, un pontevedrés hasta el tuétano, libre de toda sospecha de anticlericalismo ni nada parecido.

La moción personal que firmó en febrero de 1940 propuso su derribo como una necesidad apremiante para urbanizar la plaza de San José. En aquel tiempo, la histórica capilla se vio solo como "un estorbo". Y la corporación en pleno se mostró favorable al inicio de un expediente para la expropiación.

No hizo falta llegar tan lejos, puesto que los propietarios anunciaron enseguida su venta a través de FARO. La familia Dios-López trató de encontrar a personas o entidades interesadas en su traslado y posterior reconstrucción en otro lugar para su preservación. Lamentablemente, parece que no tuvo éxito en tal empresa. En su solar comenzó a levantarse enseguida un edificio proyectado por Emilio Quiroga Losada, que la Caja de Ahorros de Pontevedra adquirió a medio hacer y allí instaló su primera sede propia.

Sánchez Cantón fue luego la personalidad que más lamentó en diversos escritos, no solo la pérdida de la capilla de San José, sino también de otras iglesias en Pontevedra "hasta en tiempos de signo devoto".

El ilustre profesor recordó la misma suerte corrida antes por San Bartolomé el Viejo, Santo Domingo, San Juan de Dios, los Santos de Mollabao y la Virgen del Camino, unas destrucciones que consideró funestas, "en frio y sin causa justificada". "La fobia que denuncio -escribió con rabia- se reconoce como más dañina al comprobar su arraigo".

Sánchez Cantón recordó al respecto los ejemplos favorables de Francia, Italia e Inglaterra, y su interés compartido por salvar monumentos secundarios para aprovecharlos y reutilizarlos al acometerse otras reformas urbanas. Quizá aquel lamento evitó luego alguna que otra fechoría parecida.

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