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Joaquín Rábago.

Lo que no mata, engorda

Lo que no mata, engorda: ese dicho tan castellano parece venirle como anillo al dedo al presidente de EE UU, Donald Trump, que parece todavía más crecido tras superar el impeachment que, después de numerosas vacilaciones, lanzaron contra él los demócratas en el Congreso.

Un impeachment tardío, inoportuno, al coincidir con el comienzo de la campaña electoral, y que debía haberse producido hace mucho tiempo, tan pronto como se hizo evidente la deriva autoritaria, rayana en el fascismo, del político republicano, que parece salir ahora fortalecido.

El calificativo de "fascista" es el que, según revelaciones periodísticas, empleó ya en 2016 su antecesor Barack Obama, en conversación privada con un correligionario, al que le dijo que había que hacer todo lo posible para "sacar a ese fascista de la Casa Blanca".

Había motivos más que suficientes para haberlo intentado mucho antes a la vista de las continuas tropelías de un presidente que considera que el cargo que ocupa le da derecho a hacer lo que le venga en gana, haciendo uso de su "privilegio ejecutivo".

Esa ha sido más o menos la defensa utilizada por el famoso abogado Alan Dershowitz ante un Senado convertido en tribunal y en un juicio donde los republicanos, indisolublemente unidos al presidente con olvido de todo escrúpulo moral, no permitieron que se citara a ningún testigo.

El proceso de destitución ha servido todo lo más para demostrar lo que todos ya sabíamos: que Trump es un político corrupto hasta la médula. Pero los demócratas salieron a su vez trasquilados cuando la defensa republicana sacó a la luz las injerencias del exvicepresidente Joe Biden en la política ucraniana para favorecer a su hijo.

No se trata ya de demócratas o republicanos, "es el sistema, estúpido", podríamos decir parafraseando la famosa frase "Es la economía, estúpido", utilizada en 1992 durante la campaña del demócrata Bill Clinton contra Bush padre.

El único entre los actuales aspirantes demócratas a la Casa Blanca que se atreve a poner en cuestión un sistema tan socialmente injusto como es la plutocracia norteamericana es Bernie Sanders, el septuagenario senador por el Estado de Vermont, que se autoproclama socialista.

Sanders ya tropezó con el establishment de su propio partido en las pasadas elecciones frente a Trump y no hay duda de que la dirección demócrata volverá a ponérselo difícil, por no decir imposible, aunque ganase el voto popular en las primarias demócratas.

En la anterior campaña, su rival Hillary Clinton, clara favorita de Wall Street, la industria militar y de los medios llamados "liberales", se dedicó a difamarle en público y ahora ha vuelto aquella a demostrar su mal perder, diciendo que "nadie quiere a Sanders" en el partido.

Hay mucho de resentimiento personal, pero la actitud de rechazo de la exsecretaria de Estado (con Barack Obama) es ampliamente compartida por la dirección demócrata, que se opone al cambio radical de rumbo que propugna un senador que inspira sobre todo, pero no solo, a la juventud de aquel país.

Propuestas como la sanidad universal, la condonación de la deuda estudiantil, la duplicación del salario mínimo, una fiscalidad más progresiva además de fuertes recortes en el presupuesto de defensa, todo lo cual es anatema para el establishment demócrata, que, al igual que el republicano, tiene entre sus donantes a quienes más se benefician del actual sistema.

Mientras el partido republicano forma piña en torno al corrupto, racista y autocrático presidente, que ha demostrado una vez más que sabe aprovechar mejor que nadie la polarización que él mismo ha creado entre sus compatriotas, los demócratas siguen divididos.

Tras las revelaciones sobre el trato de favor a su hijo, el hasta ahora favorito Joe Biden está tocado del ala; el ganador por los pelos del caucus de Iowa, el centrista Pete Buttigieg, sería el preferido de la dirección demócrata frente a Sanders. Y el exalcalde de Nueva York Michael Bloomberg sigue reservándose, gracias a su fortuna millonaria, para dar el salto en el último momento.

Como señalaba un comentarista norteamericano, con unos republicanos que parecen haber perdido todo el sentido del honor y una dirección demócrata hostil, el senador Sanders tendría que saber combinar, como El Príncipe, de Maquiavelo, la astucia del zorro con la fuerza del león. Tal vez sea pedirle demasiado.

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