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Ceferino de Blas.

La Diputación para quedarse

La Diputación de Pontevedra acaba de estrenar sede en Vigo. Ocupa un edificio noble en el corazón urbano, como corresponde a la más importante institución provincial en la primera de sus ciudades.

Ya tenía sede en la calle Oporto, en un edificio ampliado del antaño Gobierno Militar. Por lo que es un traslado para mejor.

La relación de la Diputación con Vigo ha sido compleja. Durante mucho tiempo fue de rivalidad. Basta recordar lo que ocurrió en 1840, cuando se empeñó en que el Reino no adjudicara a Vigo la propiedad de las islas Cíes.

Aunque más que la Diputación, como suele ocurrir, eran los corporativos los que se oponían. Atanasio Fontano, un destacado diputado de Baiona, sinuoso e inteligente abogado, y González de Zúñiga, que había sido alcalde de Pontevedra, pleitearon contra Vigo.

Cuando el jefe político provincial, marqués de Valladares, les pidió un informe para que decidiesen a quien pertenecían las Cíes, si a Vigo o a Baiona, respondieron al unísono que a Baiona.

Menos mal que Vigo contaba entonces con una corporación capaz que logró que el gobierno del Reino aceptase sus argumentos.

Es un ejemplo de las delicadas y tirantes relacionadas entre la Diputación y Vigo, a lo largo del tiempo.

Por eso ha habido proporcionalmente muy pocos presidentes vigueses, cuando por población y aportación de ingresos le corresponderían más. Prevaleció el recelo injustificado y ancestral hacia Vigo, que arranca de las dos veces en que fue capital provincial, y desde arriba le arrancaron los galones para entregárselos a Pontevedra.

Desde entonces, y han transcurrido 120 años, Vigo se ha centrado en otros objetivos, y por poderes -episcopado, universidad, sede comunitaria, demografía y economía-, es casi una ciudad autónoma. Y cosmopolita.

No podía ser de otro modo que fuera Vigo el Ayuntamiento que colocase en estos tiempos feministas a la primera mujer, Carmela Silva, al frente de la corporación. A ella corresponde avanzar en lo que ya inició un gobierno del PP, que fue el que trajo la Diputación a Vigo: reafirmar que ha venido para quedarse.

Pero no como un signo testimonial, sino pragmático. Tras la inauguración, debería plantearse convocar un pleno en Vigo.

Si todas las instituciones descentralizan, la Diputación debe hacer lo propio y celebrar en la primera ciudad de Galicia, la que más aporta, alguno de sus plenos y comisiones. También en otras poblaciones.

Aquella mentalidad rural que cultivaron los presidentes Cuiña, Mera y Abeledo, frente a las ciudades, está enterrada por arcaica.

Cierto que las Diputaciones, desde su nacimiento en 1812, han experimentado varias modificaciones legislativas y de concepto, y en algún periodo pudo servir la interpretación ruralista.

De suyo conservan la misión de velar por el equilibrio territorial y están para ayudar a los pequeños municipios, pero no puede ser como finalidad preferente. Sería un planteamiento antiguo y raquítico. Su objetivo es impulsar las provincias, es decir, a todos, grandes y pequeños.

A estas alturas, con el internet, la instantaneidad de la información, el FaceTime, y los recursos digitales, lo presencial tiene un valor relativo. Por eso resulta indiferente que la sede de la Diputación sea la original, en Pontevedra, o la delegada, en Vigo. Muchos de los asuntos que tramita pueden realizarse desde la primera ciudad de Galicia, y la que representa casi un tercio de la población provincial. Y con su área metropolitana, más de la mitad.

Si la Diputación ha venido a Vigo para quedarse, debe ser con todas las consecuencias. Diocesanamente ya ocurrió con Tui y Vigo.

Es magnífico que la nueva sede se plantee como un centro de actividades múltiples y foco provincial de cultura y vanguardia, como anunció la presidenta.

Superados los antiguos resabios entre las ciudades y las villas, la Diputación necesita pensar a lo grande, desde Vigo, con una viguesa al frente.

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