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Saber Derecho

En algún lugar he leído -no recuerdo la fuente- que quien solo sabe Derecho ni Derecho sabe. Los años, el prolongado ejercicio de la función judicial y, en ocasiones, el trato con algunos colegas de profesión me han persuadido de esa verdad.

Limitado el conocimiento del jurista - o del que por tal se tiene- a solo el Derecho, a sus contenidos, al cultivo rumiante de la dogmática jurídica, magra y sin savia vivificadora, su visión del Derecho adolecerá de inevitable miopía y su mirada perderá perspectiva, relieve, sensibilidad cromática.

El Derecho es un saber, una práctica o un arte - de las tres formas se ha considerado- que no tiene sentido sino en la vida y para la vida y en esta habitan multitud de saberes a los que el buen jurista no debe sustraerse; el pretendido jurista hará mal si acota su mirada y ajusta su pupila a solo su derredor, cercano e inmediato, de lo estrictamente jurídico. Lo dicho, quien así obre no sabrá realmente Derecho. Saber de leyes no es, en rigor, saber Derecho. Decía el historiador Lerminier que la esencia del Derecho se componía fundamentalmente de dos elementos, filosófico e histórico, razón por la que quien aspirase a saber realmente Derecho debía estudiar filosofía e historia. A mi juicio, no le faltaba razón. El Derecho inevitablemente lleva en su íntima urdimbre adherencias de diversa índole: políticas, históricas, filosóficas, antropológicas. Por ello, quien se autoconstriñe al conocimiento exclusivo de lo jurídico, con total desentendimiento o desprecio por otras disciplinas, como un coleóptero de dura costra exterior, impermeable y resistente a otras fuentes del saber, no hace sino practicar una singular forma de idiocia intelectual, en el sentido etimológico y originario del vocablo (del griego "idiotés", el que se restringe a sí mismo) cuyo cultivo prolongado termina por convertirle -aunque él no lo sepa- en un auténtico idiota en el sentido que hoy damos al término. Y de estos hay bastantes.

Cuando jueces y abogados han de aplicar la norma, no la abordan ya con un fin especulativo que actúa sobre los componentes abstractos del precepto (el arrendatario, el deudor, el que mata a otro) sino que han de enfrentarse a hechos concretos acontecidos en la vida, en un tiempo histórico determinado, con personas y en circunstancias muy definidas, singulares, únicas.

Jueces y abogados se verán no pocas veces frente a conflictos donde no entrará en juego la norma desnuda, sino también principios y valores en colisión -compleja y dramática a veces- que aquellos han de ponderar y con los que han de argumentar. No ha de extrañarnos, pues, que se haya dicho que los jueces debían tener familiaridad con la literatura filosófica, la economía y la historia constitucional (Rawls).

Lo anterior algo tiene que ver con la vieja formulación de Archibald MacLeish cuando describía la personalidad del ejemplar y creativo juez Holmes: "Era un hombre de mundo a la vez que un buen filósofo e incidentalmente un jurista. El resultado nos da un juez muy bueno." O sea, experiencia de la vida, capacidad de raciocinio y buen sentido, y por añadidura siempre será interesante que además sepa derecho. Esas serían, pues, las cualidades que hacen al buen juez.

Es cierto que el retrato corresponde al modelo de juez anglosajón, no al continental europeo, pero no estaría de más que algo de aquel se nos pegase. Lo tenemos difícil a la vista de las carencias y omisiones en los planes de estudio de las Facultades de Derecho o de la concepción de una carrera judicial impregnada del modelo napoleónico de juez-funcionario, luego cultivado, incentivado e inoculado de rancio espíritu burocrático por obra y desgracia de un desacreditado Consejo General del Poder Judicial.

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