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Daniel Capó FdV

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Dos conceptos de libertad

Es sabido que los hombres manejan dos conceptos de libertad más o menos antagónicos. El primero, de raíz nítidamente moderna, nos habla de la posibilidad de elegir entre dos opciones, ambas legítimas si no dañan a los demás. Se trata de un espacio amplio que anima a entregarse a las pasiones y al placer, y que admite como única frontera el dolor del prójimo. Los antiguos ignoraban esta noción, aunque por supuesto conocían -y temían- el poder de las pasiones. Para el mundo clásico, la libertad consistía básicamente en cultivar lo bueno y despreciar lo malo; por eso mismo, resultaba indisociable del conocimiento de la verdad. En este sentido, el dominio de las virtudes, el ascetismo y el autocontrol definían el camino recto: ese que no convertía al hombre en esclavo de sus instintos ni de sus malos hábitos, sino que lo alejaba del error. Para la modernidad, uno debe ser libre de fumar marihuana o de beber alcohol en su alcoba; para los antiguos, estos dos ejemplos denotarían una falsa libertad con consecuencias nocivas. Por supuesto, las ideas son porosas y en la vida no hay espacios estancos. Los politólogos hablan de los nudges, ligeras invitaciones -más o menos coactivas- a la virtud. Pensemos en las penalizaciones fiscales que muchos ayuntamientos aplican a los ciudadanos que no reciclan o en las prohibiciones crecientes de fumar en espacios públicos. Pero no se trata solo de suaves exhortaciones, sino a menudo de leyes estrictas o de ese magma ideológico del pensamiento único que pretende estar a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo. En otras ocasiones, el instinto libertario se confunde con el hedonismo y el capricho identitario. Y aún en otras, sencillamente, todo se embarulla.

Las distintas concepciones de la libertad conducen a distintos usos democráticos. El profesor Patrick J. Deneen reflexiona sobre ello a partir de las consideraciones que planteó Tocqueville en La democracia en América. El sabio francés prefería concebir la democracia desde la perspectiva de la libertad virtuosa, consciente de que sin un buen uso de las virtudes resulta difícil que dicho régimen funcione. Creía que el puritanismo calvinista poseía una fortaleza que paradójicamente facilitaba el autogobierno. Tocqueville insistía una y otra vez en que "los sentimientos e ideas son renovados, el corazón se ensancha y el entendimiento se desarrolla sólo a través del trato recíproco entre los hombres". Y eso exigía convertir lo privado en bien común, sin que dejase de ser un bien privado. Lo fundamental era contar con una ciudadanía no envilecida, sino implicada en el poder y corresponsable de la nación y la sociedad.

Cabe preguntarse con Tocqueville si resulta viable una democracia ajena a la libertad virtuosa. Es decir, si una sociedad puede sustentarse exclusivamente en el principio utilitarista de no dañar. A corto plazo, sin duda. A medio y largo, la experiencia histórica nos sugiere que no. Al abdicar de la autocontención, de la virtud y de nuestras responsabilidades cívicas, la democracia entra en crisis, víctima de una libertad que de algún modo se degrada a sí misma y también nos degrada a nosotros. Hay tendencias que nos definen y esta es una de ellas: disfrutamos de mayores libertades, pero no de una libertad mejor. Y ese punto de equilibrio entre una y otra, entre la libertad antigua y la moderna, no siempre resulta fácil de mantener.

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