Ni cien ni noventa ni siquiera sesenta días ha necesitado Pedro Sánchez para mostrar de manera inequívoca y, por qué no decirlo, un tanto "obscena", cuáles van a ser las líneas maestras de su acción de gobierno. Se basan todas en una sola premisa: ser y seguir siendo, por muchos años, el presidente del Gobierno.

Y para tal fin, y aunque pudiera parecer lo contrario debido a la escasa fuerza parlamentaria de la que dispone, no existe, ni probablemente existirá, una mejor coyuntura: un PSOE que convocó elecciones para ganarlas y perdió tres escaños (760.000 votos) en noviembre con respecto a abril del mismo año; un Podemos en circunstancias peores si cabe, pues en el mismo período su pérdida fue de siete escaños (en total casi un millón y medio de votos entre ambos partidos); unos partidos separatistas catalanes (Esquerra Republicana, JXCat y CUP) tremendamente divididos entre sí ante las próximas elecciones catalanas y en una lucha sin cuartel para conseguir liderar su separatismo; los partidos nacionalistas vascos, básicamente el PNV, como siempre: "a río revuelto, ganancia de pescadores", que no es otra cosa que la política de siempre del "árbol y las nueces" de Arzalluz.

Ante este panorama parlamentario y una derecha que no suma y altamente desorientada, hace surgir la gran oportunidad de todos los demás partidos, pues todos necesitan de todos para lograr sus fines: ellos de Sánchez y Sánchez de ellos, pues sin ellos la primera premisa no se cumpliría: ser y seguir siendo presidente del Gobierno.

Esta debilidad de Sánchez es la fuerza de los comunistas, nacionalistas y separatistas que nunca habían soñado con alcanzar tal poder. Por eso no es de extrañar las lágrimas de Pablo Iglesias y su señora esposa Irene Montero, al saberse vicepresidente y ministra, respectivamente.

Es pues esta coyuntura la que nos hace presagiar un largo gobierno basado en lo que Sánchez, separatistas y comunistas llaman diálogo político, y el común de los mortales "chantaje o extorsión".

Pero el asalto al poder no ha hecho más que comenzar: el cese de la fiscal general Segarra, el nombramiento de su sustituta la fiscal Dolores Delgado ("exmitinera", exministra de Justicia, "excloaca" del Estado, según manifestaba hace muy poco tiempo el hoy vicepresidente Pablo Iglesias, reprobada por el Congreso, altamente criticada por el propio Consejo General del poder Judicial; los ceses de altos cargos que se están produciendo en el Ministerio del Interior, como la secretaria de Estado y el director general de la Guardia Civil; los cambios efectuados igualmente en la cúpula militar con el nombramiento de un nuevo jefe del Estado Mayor del Ejército, la inhabilitación "no inhabilitante" del presidente de la Generalitat, Sr. Torra, con quien próximamente se reunirá encantado el presidente Sánchez. Para finalizar con la anunciada reforma urgente del Código Penal, la cual no solo no figuraba en el programa del PSOE, sino que tampoco se hizo referencia a ella ni en el debate televisivo de los candidatos, ni tan siquiera en el discurso de investidura del presidente, claro que en ese momento todavía aspiraba a ganar las elecciones y gobernar en solitario.

La utilización sistemática de un extraño concepto como es la "desjudicialización" de la política, que al fin y a la postre, viene a significar que los actos políticos no deben estar sometidos ni constreñidos, a principios legales, implicaría que delitos como sediciones, malversaciones, prevaricaciones, falsedades documentales, financiaciones ilegales, blanqueo de capitales, etc., no debieran estar sometidos al control de la justicia si quien los comete es un político o partido político, pues si lo estuvieran, estaríamos judicializando la política, que es justo lo que este gobierno quiere evitar. De lograrlo, habremos dado un paso de gigante hacia una democracia tóxica difícilmente respirable de la que nada bueno se puede presagiar.