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Javier Junceda

Desmantelar la democracia

Constituye un colosal disparate entregar el poder, aunque sea en las urnas, a quienes llegan a él tras dar muestras inequívocas de su inclinación autocrática. Así sucedió con Hitler, Mussolini, Fujimori o Chávez, que lo alcanzaron con la aquiescencia de la clase política de su tiempo, cuando no por su grave incapacidad para enfrentarlos. Nunca han acertado quienes consideran que el mando puede aplacar los afanes totalitarios de estos líderes, que no solo han seguido comportándose así desde los gobiernos, sino que en muchas ocasiones han protagonizado brotes autoritarios aún más agudos.

Cuantos observadores han estudiado estos fenómenos, con Juan José Linz a la cabeza, han coincidido en lo mismo: aquellos que aceptan a regañadientes las reglas del juego, que ejercen el supremacismo frente a ideas contrarias, que toleran la violencia política o que pretenden imponer leyes que restringen las libertades civiles, siempre son encasillables entre los antidemocráticos, y por eso han de ser combatidos con determinación por las sociedades.

Las fórmulas que han venido dando buenos resultados frente a esa lacra han gravitado hasta ahora en el filtro interno de los partidos, excluyendo a los candidatos extremistas. Lo que sucede es que la tentación de contar con esos tóxicos personajes en sus filas para ganar elecciones ha ido relajando bastante ese control, legitimando y dando entrada a dirigentes que actúan en un régimen al que buscan sin desmayo demoler.

A diferencia de épocas pasadas, desmantelar una democracia ya no precisa de golpes de Estado o de cruentas iniciativas por el estilo. Hoy eso se lleva a cabo de forma taimada y progresiva, casi imperceptible, socavando poco a poco sus cimientos. No pocas veces se hace incluso bajo una formal pátina de legalidad, aprobando estrategias en los parlamentos que vulneran abiertamente el espíritu democrático, o consiguiendo decisiones favorables de la autoridad jurídica que previamente se ha jibarizado en su independencia.

Esto último suele acontecer, por cierto, en naciones que no cuentan con un sólido marco institucional que lo impida. O cuando los ciudadanos han olvidado los estragos históricos que han perpetrado los liberticidas y están aquejados de una polarización extrema que les impide advertir esa espantosa realidad.

En estos momentos se están multiplicando por medio mundo las autocracias populistas de uno u otro signo. Y aprovechando la mayor parte de las veces a las propias democracias para acabar con ellas. Los casos de Trump, Putin, Orbán o Erdogan son apenas una pequeña muestra de cómo se puede arrasar el sistema desde dentro, algo que también puede predicarse de ciertas personalidades y opciones de aquí, que apuntan a ese indisimulado objetivo del dominio completo de la nación y de todos sus resortes, sin importarles las bases plurales y de contrapesos sobre las que ha levantado su convivencia.

Aunque el relativismo que nos aqueja no nos permita reaccionar ante esta silente amenaza, hemos de estar bien atentos a su peligrosa progresión. Los que a toda costa y a cambio de cualquier cosa se hacen con las riendas de un país, incluso mintiendo con descaro, no es descartable que pretendan hacerlo pronto su cortijo, y eso ya sabemos a qué lugar conduce.

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