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Salto mortal

La designación de Dolores Delgado como un patadón al estado de derecho

Por lo menos Felipe González le dejó un mes de vacaciones a Javier Moscoso después de abandonar el Ministerio de Justicia y antes de jurar el cargo de Fiscal General del Estado. Con la (ex) ministra Dolores Delgado el presidente Sánchez no se ha tenido tanta consideración. La han sacado en volandas del Consejo de Ministro para llevarla a la Fiscalía sin que se le caiga un pendiente o un fisco de vergüenza. No sé si todos recordamos -a esta hora de la noche o de la mañana- quién era la señora Delgado. Justo: la ministra de Justicia que fue reprobada dos veces por el Congreso de los Diputados y una por el Senado. La que apareció en una grabación con el enchironado comisario Villarejo como saleroso contertulio. La que, según dijo Pablo Iglesias en su momento, "era indigna" de seguir un minuto más en su despacho y debía salir corriendo. "Cualquier político que hable con ese tipejo debe alejarse de la vida política para no hacer daño al Gobierno y a la mayoría que hizo posible la moción de censura". La misma mayoría, por cierto, que respaldó la investidura de Sánchez. Como es el Gobierno como órgano colegiado -y no el jefe del Ejecutivo- quien nombra al Fiscal General del Estado de la designación de ayer de Dolores Delgado son Sánchez, Iglesias y todos y cada uno del ilusionante tropel de vicepresidentas y ministros volcados en nuestra felicidad.

Este patadón deliberado al estado de derecho se realiza -además- en medio de una exaltación del progresismo, la transparencia y la defensa de derechos y libertades que ha sido el confeti de la fiesta inaugural del flamante gobierno. Es como patearte el esternón mientras te dicen que es un honor haberte conocido y que disfrutes mucho. Es un acto de deliberado cinismo político que daña la división de poderes como fundamento de la legitimidad del sistema democrático mismo. El principio de imparcialidad -que junto al de legalidad debe informar las acciones de la Fiscalía, según el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal- queda abiertamente en entredicho. No es superfluo recordar que el fiscal general del Estado es quien propone el nombramiento de los fiscales jefes -no existe hoy un sistema de evaluación del rendimiento profesional de los fiscales- y concentra entre sus competencias un amplio poder sancionador.

Por supuesto que conservadores y socialdemócratas llevan cuarenta años mangoneando la Fiscalía General del Estado. Salvador Viada, fiscal del Tribunal Supremo, ha denunciado la "ausencia de contrapesos" de la Fiscalía General, "cuya estructura politizada siempre acaba prevaleciendo". Sus recursos profesionales, técnicos y personales son claramente insuficientes: ningún gobierno ha querido mejorar seria y rigurosamente tal situación. Los fiscales generales que han defendido -con mayor o menor fortuna y gallardía- su independencia del poder gubernamental o han dimitido como Eduardo Torres Dulce o han sido destituidos como le acaba de ocurrir a María José Sagarra. Pero el salto mortal -para al prestigio de la Fiscalía General del Estado- se dio en el primer Consejo de Ministros de la ufana coalición progresista.

Los que desde diversas tribunas políticas o periodísticas justifican esta tropelía insistiendo en que la derecha se agazapará en los tribunales para impedir el desarrollo de políticas públicas de izquierda están actuando con una irresponsabilidad temeraria. Es lícito -y sin duda necesario- impulsar reformas legislativas para reforzar la independencia y profesionalidad de jueces y magistrados, pero supone una irresponsabilidad canallesca y estúpida declarar una guerra (siquiera preventiva) entre los poderes del Estado.

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