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Nos rodea la crispación. Y los políticos tienen buena parte de la culpa. No sé si se debe al cambio generacional, a twitter y la digitalización o a que el cambio climático ya está alterando sus espíritus. Cierto que los políticos son un reflejo (y víctimas) de la sociedad y, por tanto, lo que no nos gusta de ellos es, en realidad, lo que nos gusta de nosotros. En todo caso, tenemos un problema colectivo.

Porque somos un país, España, que lo ha hecho realmente bien desde la Transición en casi todos los frentes. Deberíamos estar orgullosos. Y a partir de ese orgullo pensar en todo lo que es mejorable, que no es poco. Lo que ocurre es que buena parte de los asuntos en los que podemos y debemos avanzar, desde la sostenibilidad del sistema de pensiones al mercado de trabajo, pasando por la reforma del sistema fiscal y el educativo o la mejora del funcionamiento del mercado de trabajo y la transición energética requieren pactos. Pactos políticos que proporcionen mayorías amplias, lo que necesariamente pasa por cruzar la línea del centro y no depender de quienes solo son capaces de ver su terruño y no ponerse en la piel del resto de los españoles. Pactos en los que desde el respeto y la empatía se intenten buscar los puntos en común, se perfilen soluciones que les valgan a unos y otros para, luego, poder tomar sus decisiones y priorizar.

Me temo que todo lo anterior es un desiderátum con escasos visos de que se imponga en el corto plazo. Por eso me temo que todas las reformas de calado seguirán aplazadas, que las decisiones políticas que se adopten serán de corto alcance (lo que permitan los decretos), que la polarización en los parlamentos y en la calle no va a remitir, creando el caldo de cultivo para que los populismos de todo signo sigan ganando votantes.

*Director de GEN (Universidade de Vigo)

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