El último informe PISA, la prueba promovida por la OCDE que mide las competencias de los alumnos de 15 y 16 años, ha situado a Galicia a la cabeza de España, incluso de Europa, en ciencias, mientras que en matemáticas se mantiene en la zona noble. La noticia, con ser positiva, precisa necesariamente de un factor corrector. Porque en el caso de las ciencias, Galicia no mejora el resultado, sino que es la que empeora menos; y en el de las matemáticas, su progreso es menor. En otras palabras, si da un salto en el ranking es en buena medida por deméritos ajenos y no tanto por virtudes propias. Estamos ante un éxito, pero matizado.

El resultado global del test PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos) al que en 2018 se sometieron en España 36.000 estudiantes de 17 comunidades (en el resto del mundo los examinandos fueron 600.000 de 79 países) es, por decirlo rápido, mediocre. De todas las naciones que participaron solo siete experimentaron un progreso sustantivo, por cierto, una de ellas Portugal. El resto osciló entre la atonía y el retroceso. Una situación que nos permite analizar el fenómeno educativo - tímida mejora y retroceso general- en un contexto mundial, no solo local.

Si en la construcción de un futuro mejor la educación juega un papel trascendental, los datos de PISA indican que las cosas no se están haciendo bien, o al menos que son manifiestamente mejorables. La radiografía no puede dar pie a la complacencia. Al contrario.

Aunque los efectos de las transformaciones en el ámbito educativo se suelen percibir en el medio plazo, es justo señalar que en Galicia se han dado pasos en la buena dirección. La apuesta por reforzar la enseñanza de las competencias llamadas STEM (ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas) es uno de ellos. Pero, una vez acertado con el rumbo, es preciso darle un impulso más decidido.

Los más de 115 clubes de ciencia, los espacios Maker (en donde los estudiantes se reúnen para compartir conocimientos, materiales y trabajar en proyectos comunes), la extensión de la asignatura de Robótica o los campamentos tecnológicos, llamados STEM Week, también son iniciativas plausibles. En matemáticas se han adoptado decisiones sensatas, como el reforzamiento de la asignatura con una hora semanal más en Secundaria y otras dos en Primaria. La sociedad no del futuro sino ya del presente nos indica que ése es el camino a seguir. Pero no el único.

Porque los datos de comprensión lectora son, especialmente en el caso de los varones, preocupantes. Y mucho más en un mundo en el que las fake news nos amenazan de forma diaria con intoxicaciones y burdas mentiras. Es realmente alarmante que gran parte de nuestros chicos admitan que no saben distinguir un hecho de una opinión. O que confiesen que leen por obligación. Que asuman la lectura como una onerosa carga de la que desean deshacerse cuanto antes.

Aunque PISA no recoge datos sobre el conocimiento de otras lenguas, en Galicia ya hay 571 centros que imparten materias en inglés a más de 110.000 alumnos. En esos colegios trabajan más de 600 auxiliares de conversación -nativos de Reino Unido, EEUU o Canadá- para mejorar el dominio oral del idioma. Pese al esfuerzo, Galicia sigue muy por detrás en este desafío de la media española.

La pregunta es por qué. Y la respuesta de la administración es el silencio. La falta de transparencia sobre esta cuestión alimenta la sombra de la duda, cuando no de la sospecha.

El informe PISA también nos deja otro dato alentador, que no es nuevo, pero que, pese a su recurrencia, merece la pena destacarse: el sistema educativo gallego es equitativo; en él no existe una segregación de alumnos en función del poder adquisitivo de las familias.

Pero no todas son buenas noticias. La educación tiene grandes desafíos que afrontar. Por ejemplo, casi uno de cada de tres alumnos de 15 años ha repetido al menos una vez. La tasa de repetidores ha caído pero sigue siendo inadmisible. Además el estudiante que lo ha hecho es paradójicamente el que obtiene peores calificaciones. Conclusión: repetir no ayuda a mejorar. Además, uno de cada cuatro estudiantes de ESO gallegos finaliza su etapa educativa con materias suspensas, es decir un pequeño fracaso maquillado de éxito.

Sin embargo, en el ámbito educativo no todo puede ni debe medirse en cifras. Apelar a las calificaciones como único elemento de evaluación sería un error. La educación, su importancia real, trasciende los números. Así que las notas, como las de PISA, no deberían servir ni como podios a los que encaramarse para recoger una simbólica medalla ni convertirse en losas bajo las que perecer.

Más allá de lo que nos digan los examinadores de la OCDE, la cuestión verdaderamente relevante debería ser otra: ¿Están recibiendo los estudiantes gallegos, y por extensión los españoles, la formación correcta o siguen padeciendo los mismos vicios, defectos y anomalías que sufrieron en su día sus padres o incluso abuelos?

Y en este punto los expertos muestran una gran coincidencia al advertirnos de que el modelo no responde a las necesidades y a las exigencias de nuestro tiempo. Como gráficamente exponía en las páginas de FARO un brillante estudiante del instituto Rosais II de Vigo, uno de los mejores centros educativos gallegos en el ámbito científico: "Queremos que nos enseñen a pensar, no a memorizar".

Esta es, sin duda, una de las asignaturas pendientes. Todavía la repetición de operaciones, el conocimiento memorizado de un contenido, y rápidamente olvidado, tienen demasiado peso, frente a, por ejemplo, el ejercicio de la capacidad crítica, la creatividad, el dominio de los nuevos recursos tecnológicos o el trabajo en equipo.

Los jóvenes hoy se mueven en un mundo que nada tiene que ver con el de hace 20 o 30 años. Disponen de multitud de fuentes de información y conocimiento gracias a la globalización tecnológica. La verdad ya no es patrimonio exclusivo de un manual o de un libro. Y los docentes son los primeros que conocen esta realidad y con frecuencia también los primeros que con sus impulsos e iniciativas personales están luchando para adaptarse a ella, y con resultados exitosos.

Las reglas del juego educativo hoy son otras. Y no hay alternativa a no seguirlas. Pero para ello es vital el papel de los profesores. Por una parte, no pueden seguir abrumados con tareas burocráticas, una labor que agrava la sobrecarga que implica aulas con un número importante de alumnos. Por otra, se debe fomentar su formación permanente, su reciclaje, su adaptación a los nuevos recursos y habilidades necesarias. Su cualificación y su especialización tienen que ser mayores. La innovación debe formar parte de su quehacer diario. Su capacitación, en permanente revisión.

Y es necesario dignificar el papel de los docentes, ponerlos en valor. No solo con una imprescindible estabilidad laboral y dotación de recursos económicos y medios necesarios. Los profesores no pueden ser el último eslabón de una larguísima cadena político-burocrática. Deben ser escuchados, sentirse coprotagonistas. Que su voz y sus propuestas cuenten. Aunque la palabra ha caído, por desgracia, en desuso los profesores deben ser maestros, guías, no simples transmisores de contenidos. Así que si de verdad queremos una enseñanza de calidad, conectada con los nuevos tiempos y necesidades, la Administración autonómica debe realizar un esfuerzo mayor.

Sin ese empeño, sostenido a largo plazo, con una estrategia clara y fondos suficientes, los resultados de PISA no dejarán de ser una suerte de lotería que sale cada tres años y que a veces toca -aunque sea como este año la pedrea-, pero que la mayor parte de las veces sume en la frustración de lo que pudo haber sido y casi nunca es.