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De vuelta y media

De Beledo a Cordero

Santiago y su sobrino Ramiro regentaron tras la Guerra Civil el popular ultramarinos hasta su cierre medio siglo después (y 2)

Beledo siempre fue Beledo durante su siglo y medio de vida pontevedresa. Un nombre equivalente a una marca con denominación de origen -la Maragatería-, para un ultramarinos que siempre se mantuvo fiel a sí mismo, con la calidad, la seriedad y la honradez como bandera.

Santiago fue uno de los seis hijos que tuvo Agustín Beledo Crespo con Emilia Pérez Crespo: Agustín, Sofía, Gloria, Manuela, Carmen y el propio Santiago, quien se puso al frente del negocio a principios de 1937. La incorporación de su sobrino Ramiro Cordero Beledo se produjo cinco años después, cuando ya había obtenido su primer destino en Aguiones (A Estrada) tras acabar sus estudios de maestro de Grado Profesional.

Al lado de Santiago y Ramiro, trabajaron Manuela y Carmen, hermanas del primero; luego se sumó Manolita, esposa del segundo. Y a mediados de los años 50 llegó Alejandro Ramírez García como chico de los recados cuando aún era un crio, quien luego abrió paso a varios hermanos, desde Arturo hasta Suso. Para todos ellos, pero especialmente para Alejandro, que trabajó a su lado cuatro décadas, Santiago y Ramiro fueron como unos segundos padres.

Todos estos personajes, impecablemente ataviados con sus mandilones o guardapolvos azulados, compusieron el cuadro de actores de Beledo, que todavía recuerdan hoy muchos pontevedreses ante su alargado y resplandeciente mostrador de mármol blanco, en dos alturas.

Finalizada la Guerra Civil, Beledo formó parte del grupo elegido por la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes para efectuar la distribución y venta de alimentos básicos entre los pontevedreses por medio de la tristemente célebre cartilla de racionamiento. Compañeros de fatigas en aquellas tareas muy controladas fueron Severino Martínez, Valentín Muiños, Matías de Cabo, Rafael Prieto, Plácido García, Emilio Calvete, José Pintos y algunos más. En junio de 1939, Beledo despachó por primera vez el litro de aceite a 2,95 pesetas para unas cuantas cartillas.

Desde entonces y durante al menos tres décadas, la venta a granel estaba a la orden del día. No solo afectaba a las habas, los garbanzos, las lentejas y otras legumbres, así como a los quesos y embutidos, que se cortaban a peso sobre un grueso papel de estraza. Incluso el aceite, que la tienda recibía en grandes bidones, lo vendía luego por cuartillos a través de una máquina expendedora. Para los más pudientes, Beledo disponía de latas de diez litros del aceite Carbonell, que era el mejor con mucho.

El Ayuntamiento autorizó a Santiago Beledo en 1942 la instalación de un depósito de vinos en la parte trasera del ultramarinos con diversas condiciones, casi todas encaminadas a evitar posibles fraudes. Una auténtica obsesión de las autoridades franquistas en aquel tiempo, que nada tenía que ver con las actividades de Santiago y Ramiro, honrados a carta cabal.

Entonces se oficializó por así decirlo el chiqueteo en la trastienda de Beledo, que venía de tiempo atrás y que dio mucho juego. Entre grandes barriles, allí se mezclaba gente muy diversa, que compartía sus pláticas y sus tacitas -en plural- de Pinarejo y otros "viños de fora" en buena armonía. Y para bajar mejor los vinos, se ofrecían unas suculentas tapas de aquel sabroso bonito que la conservera Massó servía en grandes latas de cinco kilos.

Precisamente para atender el chiquiteo, Beledo también abría la trasera los domingos por la mañana. De modo que a la esclavitud diaria ante el mostrador, sumaba aquel horario extra que reducía el merecido descanso. El propio Alejandro confiesa ahora que en algunas ocasiones lanzó disimuladamente unos polvos pica-pica para causar estornudos a los clientes que no se iban ni a tiros y forzar así su marcha precipitada.

Lourdes Cordero, única hija de Ramiro y Manuela, recuerda muy bien ahora como el ultramarinos puso el punto y final al chiqueteo: "Mi madre un día se cansó, porque aquello resultaba muy esclavo y obligó a mí padre a cerrar la trastienda".

Memoria viva de aquel legendario ultramarinos, Alejandro Ramírez rememora con una sonrisa de complicidad que "si un producto pesaba, por ejemplo, 105 gramos en lugar de los cien solicitados, ellos cobraban los 105 gramos; y si su precio era de 22,10 pesetas, ellos no perdonaban ni un céntimo". Esa tacañería hasta decir basta se equilibraba con su rectitud y su honestidad, de igual modo que el alto precio de sus productos obedecía a una calidad superior que nadie discutía.

Un simple vistazo a aquel gran escaparate repleto de productos gourmet, que preparaba con mimo el dependiente Arturo Ramírez, hermano de Alejandro, provocaba las ganas de comer al más inapetente de los mortales.

Y una auténtica delicia resultaba escuchar a Cordero Beledo, hombretón orondo, educado y afable, contando en voz alta las excelencias de algún embutido, léase un jamón, un chorizo o un lomo, mientras accionaba junto al mostrador la máquina cortadora. Lo hacía con tal convicción y ponía tanto entusiasmo en la descripción de las bondades de los productos, que hacia la boca agua de todos los oyentes.

Lo fresco y lo exclusivo eran como el santo y seña de Beledo. Cuando no quedó más remedio que ponerse al día, instaló una gran nevera para algunos productos como los yogures Garea, otro referente pontevedrés.

La época de mayor ajetreo llegaba siempre con las fiestas navideñas, cuando había que preparar y servir los paquetes y las cestas a domicilio, además de atender el mostrador. Entonces los Beledo no daban abasto, en tanto que los hermanos Ramírez se multiplicaban para realizar tantos repartos diarios, que traían consigo jugosas propinas. A bote pronto, Alejandro cita a la señora de Massó y a Bernardo López como los clientes más generosos. "Nos peleábamos -recuerda con nostalgia- por llevarle los pedidos a sus domicilios".

Ramiro todavía continuó solo durante casi dos décadas al frente de Beledo tras el fallecimiento de Santiago en 1974. Con el tradicional ultramarinos no pudieron los nuevos supermercados ni las superficies comerciales, sino el diagnóstico de un cáncer. Entonces Ramiro se jubiló y echó el cierre. Así concluyó la historia de Beledo.

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