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Joaquín Rábago.

El futuro de nuestros jóvenes

Hablé con la muchacha sentada a mi lado en un vuelo de Berlín a Madrid. Parecía angustiada y decidí romper el hielo, rompiendo al mismo tiempo con la costumbre, cada vez más extendida, de no cruzar una palabra con el pasajero que tienes a tu lado.

Recordarán muchos cuando existía todavía la tercera clase en los trenes españoles cómo, nada más sentarse en los pasajeros en el compartimento, se entablaba entre ellos conversación.

Era antes de que se existiesen los teléfonos móviles, que parece que no permiten, y no hablo ya solo de los más jóvenes, apartar la mirada de la pantalla y enterarse de lo que sucede a su alrededor.

Me contó la joven compañera de vuelo que iba a Galicia para estar al lado de su padre enfermo y que había decidido abandonar el trabajo que tenía en una guardería de la capital alemana, donde hablaba en español a niños de distintas nacionalidades mientras otra maestra, alemana, se dirigía a ellos en el idioma de Goethe.

Había en Berlín, según me explicó, varias "kitas", como se conoce popularmente en Alemania a las guarderías, en las que se utilizaban esos dos idiomas, y ella había comenzado hacía dos años a trabajar en una de ellas sin apenas conocer la otra lengua.

Mientras tanto había avanzado en el conocimiento del alemán y estaba segura de encontrar de nuevo trabajo en algún otro centro de Berlin o cualquier otra ciudad de ese país en cuanto el estado de salud de su padre, que vivía solo, le permitiese volver a salir de España.

Me explicó lo fácil que le había resultado encontrar trabajo en Alemania tras una breve etapa en la vecina Austria en contraste con las dificultades de todo tipo en España y una cosa que destacó, y que yo había oído ya antes, es que, a diferencia de lo que ocurre en nuestro país, en la mayoría de los europeos, las empresas responden siempre a las solicitudes de empleo que se les dirigen.

Responden positiva o negativamente, según los casos, pero dando siempre las gracias por el interés del solicitante, sin que ocurra como tantas veces en España, donde el joven que busca trabajo se queda sin saber si se recibió siquiera su solicitud porque muchas empresas ni siquiera tienen esa mínima cortesía.

Me habló también de los jóvenes que había encontrado trabajando en distintas profesiones en la capital alemana y de tantos amigos que tenía en Galicia y que, con casi treinta años estaban en el paro sin poder salir de la casa de sus padres.

La precariedad laboral y los salarios de miseria que cobran muchas veces como falsos autónomos no permiten eso que se llama un proyecto de vida, formar una familia, y a muchos universitarios no les queda más remedio que liar el petate e ir a cualquier otro país, que se aprovechará de su formación, pagada con nuestros impuestos.

Luego se hablará de las bajas tasas de natalidad, de la imposibilidad de sostener el actual sistema de pensiones sin abrir las puertas a la inmigración, y los partidos de derechas seguirán haciendo lo que mejor saben: pescar en río revuelto.

Tras aterrizar en Madrid, le deseé suerte a mi acompañante y rápida recuperación a su padre para que pudiera ella regresar cuanto antes a Alemania, donde estaba segura de encontrar rápidamente trabajo, sobre todo ahora que había profundizado en el aprendizaje del otro idioma.

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