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Plaza de Pena Vixía

Pocos sitios más hermosos que esta plaza atesora Ourense. Desde la calle del mismo nombre uno contempla la plaza de golpe, de un vistazo que acaso no descubra toda su belleza, así que conviene acceder a ella desde la calle Libertad, caminando despacio como por un territorio desconocido. Las ciudades suelen albergar sus mejores galas, su encanto imperecedero, en los rincones que nos pasan inadvertidos por haberlos contemplado con miradas rutinarias, como las de los ojos vacíos de una estatua de yeso.

Lo primero que llama la atención al adentrarse en la callejuela es la inscripción, torpemente caligrafiada por ignoro quién, advirtiéndonos de que estamos en Rúa do Perigo, desmintiendo de esa forma al ayuntamiento que otorga tal denominación al trayecto contiguo a la calle Padilla. Tengo para mí que más peligro encierra la apócrifa que la convencional. Encima de la caligrafía desgalichada hay un mosaico que nos instruye: Ao chegar ao calexón de Pena Vixía, O Bocas ardeou: Temos que nos asoparar, y nadie me va a convencer de que mientras Bocas aconsejaba la dispersión, Milhomes, en pleno éxtasis beodo, encaramado en los hombros de Cibrán, esgrimió la navaja y rebautizó el callejón como Rúa do Perigo, presintiendo que Eduardo Blanco Amor urdiría un trágico final para su novela: las campanas catedralicias de un Blanco Amor infantil, tocaban ahora a muerto y las campanadas fúnebres agostan de golpe cualquier atisbo de felicidad.

La plaza de Pena Vixía es lugar con personalidad propia y al adentrarse en ella nos sugiere que estamos en otra ciudad que no es la nuestra, como si hubiésemos traspuesto una frontera invisible, un pliegue temporal que nos conduce a otra época, un trampantojo que nos sitúa en un espacio en el que la vida se desarrolla con un ritmo pausado, lento, como la gota de resina que desciende por el tronco del árbol de manera casi imperceptible. Y cuando alcanzamos el centro de la plaza toda la luz del mediodía nos envuelve transformando el lugar en escenario plácido e imprevisto (eso que los antiguos escritores catalogaban como deleitoso): ése es el Ourense que todavía perdura, que resiste, que se reinventan, que nos hace sentir orgullosos de pertenecer a él, de vivir aquí, de habitarlo.

Las fachadas heráldicas, los muros añosos, las cuidadas galerías, la piedra secular: todo permanece intacto. Uno tiene la impresión, posiblemente falsa, de que aquí, en la plaza de Pena Vixía, se cumplen todos los requisitos para que sus habitantes sean felices, de que en este ámbito está prohibida la amargura.

Cae una noche cerrada de alquitrán. Milhomes descabalga los hombros de Cibrán y ambos miran a Bocas, que acaba de comentar que lo más prudente sería separase. Los tres se acodan en la barandilla de la calle Pena Vixía y contemplan las sombras de la plaza. É fermosa, comenta Cibrán. Después los perdemos de vista y sólo escuchamos el eco de sus pisadas erráticas, dudosas, ebrias, que se najan hacia la plaza del Trigo donde no resulta improbable que se crucen con el sereno que los mira con desconfianza. Milhomes empieza a tararear una canción desvergonzada que no alcanzamos a descifrar. En la plaza de Pena Vixía, Eduardo Blanco Amor, apoyado en una pared, bajo la placa manuscrita de Rúa do Perigo, sonríe y enciende un cigarrillo que le acaba de dar O Bocas.

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