"Por increíble que pueda parecer, hubo un tiempo en que el Congreso funcionaba, un tiempo en que la lucha partidista generaba consensos y buena política pública". Con esta inusual melancolía se expresan los editores de un libro sobre Robert H. Michel (1923-2017), el político republicano que más tiempo estuvo sirviendo en la Casa de los Representantes como líder de su partido (38 años) hasta que, poco después de retirarse, fue sustituido por Newt Gingrich, cuando este último se convirtió en el portavoz de la cámara baja de Estados Unidos. Publicado por una editorial universitaria de Kansas, "Robert H. Michel: Leading the Republican House Minority" es una compilación de ensayos escritos por politólogos, historiadores y jefes de gabinete mediante los cuales se pretende abordar la extensa carrera del congresista bajo un enfoque interdisciplinar.

El último capítulo, firmado por Frank H. Mackaman, quizá sea uno de los más apasionantes del libro e incluso, a ratos, llega a ser deprimente, porque en estas páginas no solo se relata el progresivo aislamiento personal al que Michel fue sometido por parte de sus colegas republicanos, quienes habían dejado de confiar en él y se lo hacían saber utilizando todos los medios a su alcance, convirtiéndose así en una insospechada y emocionante reflexión sobre la soledad del liderazgo, sino que también se describe una transformación intelectual y estilística en el Partido Republicano cuyos efectos todavía se pueden percibir en nuestros días. Robert H. Michel, que lideró a su formación política mientras ésta se hallaba en minoría, era un hombre pragmático y conciliador, capaz de trabajar con los demócratas en la elaboración de leyes importantes, como se destacó en el elogioso obituario publicado por The New York Times el día de su muerte.

Pero en 1994 el Partido Republicano recuperó la Cámara de Representantes tras varias décadas en la oposición. Gingrich y sus partidarios impulsaron el llamado "Contrato con América", un programa que incluía la reducción de prestaciones sociales, la extensión de la pena de muerte y diversas bajadas de impuestos, y no tenían la intención de ser tan indulgentes con sus adversarios. Una nueva derecha más agresiva había tomado el control. A los republicanos "moderados" como Michel se les consideraba entonces demasiado tibios, una impresión que el veterano congresista nunca terminó de comprender: "Creo que el verdadero conservadurismo no se define por declaraciones dogmáticas o por los autodenominados gurús ideológicos. El conservadurismo -si es que esta palabra significa algo en absoluto- debe al menos representar una adhesión a las verdades políticas enraizadas en la experiencia histórica".

La historia de Michel no es sino la historia de la vieja política, con sus buenas y sus malas costumbres. Una época en la que los congresistas y senadores de ambos partidos jugaban juntos al golf y tomaban Martinis bajo la luz tenue del bar de un hotel mientras aprobaban leyes por consenso, cuando dichas acciones no parecían quimeras inalcanzables sino que formaban parte de las obligaciones laborales que se le exigían a los servidores públicos. Era un mundo aparentemente más civilizado y desde luego menos imprevisible. Un mundo en el que ciertas autoridades de los partidos no permitían que cualquier outsider se hiciera con la nominación. Pero era un mundo, claro, con menos democracia interna y con menos democracia en general, si entendemos que la calidad de ésta se determina según la influencia que ejerce el pueblo en los procesos electorales. La pregunta que uno se hace al recorrer los textos de este libro emerge del lamento que parecen manifestar sus editores al comienzo del mismo. ¿Qué pasó, entonces, para que el Congreso dejara de funcionar y el país acabara dividiéndose en dos bandos irreconciliables? ¿Por qué han desaparecido los Robert Michel de la política y estos fueron sustituidos por unos sectarios malhablados y unos excéntricos demagogos? Muchos factores influyeron en ello, sin duda, desde la crisis económica hasta la desconfianza hacia los medios de comunicación, incluida la reconversión industrial del periodismo, que facilitó la entrada de unos nuevos agentes cuyas pretensiones profesionales, como hemos podido comprobar, poco tienen que ver con los intereses primordiales del oficio. Pero tampoco deberíamos olvidar que quienes se iban a tomar las copas juntos eran los representantes, no los representados. Los electorados de los partidos no comparten muchas escenas en este nostálgico relato. De ahí que no haya resultado tan difícil construir ese enemigo desconocido, el tantas veces invocando establishment, que, a pesar de permanecer oculto de manera explícita en el texto, se identifica con facilidad gracias a la retórica empleada por sus detractores.