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Plaza de la Victoria

Menguada victoria debió de ser la que se conmemora en la plaza del mismo nombre y flanqueada a un lado por el edificio de la familia Ramos Domínguez, que alberga la sede de una de las mejores editoriales de poesía que se pueden encontrar actualmente en España, Linteo, y por un edificio de dos pisos deshabitado y que, como otros tantos, proclama su SE VENDE encima de un par de números telefónicos. Denominar a ese espacio plaza es un exceso y más aún si en la fachada del edificio de enfrente, en la sede de Linteo, luce una placa que nos advierte de que estamos en la calle Moratín, de forma que la plaza de la Victoria sería en realidad un abultamiento de dicha calle y tiene algo de similitud con los largos portugueses aunque sin el encanto de ellos.

En realidad, esa placita desangelada carece de atractivo para detenerse en ella y contemplar y ni un banco invita a posponer el paseo y disfrutarla. Es una plaza fantasmal, de paso, a la que se puede acceder desde la plaza Mayor a través de la calle Obispo Carrascosa, por la calle Bailén (su sonora y antigua denominación, Das Herbas, resulta mucho más entrañable), desde la calle Colón o bien desde las escaleras que suben en la confluencia de Barrera y Cervantes.

Lo mejor es pasar de largo por la plaza y si el caminante quiere aventurarse en el entorno, sí que encontrará motivos para satisfacer su curiosidad y descubrir ciertos atractivos que, aunque ocultos, poseen la humildad de tesoros geográficos. Para lo cual basta descender por la callejuela del Triunfo que serpentea errática con forma de S hasta desembocar al pie de la plaza de la Herrería: en ese tortuoso recorrido que tiene aire de barrio judío uno se pierde a través de un camino estrecho que se va curvando como una culebra.

En una de sus paredes todavía perduran los dibujos del pintor Zapata que tuvo su estudio en ese lugar casi secreto. Como con la plaza de la Victoria, uno se pregunta qué éxito inverosímil celebra la calle Triunfo, qué acontecimiento histórico perpetúa, a qué alude semejante logro. Ese territorio que va desde la plaza de la Victoria hasta Herrería más parece un laberinto en el que la vida se detuvo y sólo permanece el fósil de algunos comercios que no pudieron sobrevivir al progreso.

Nada hay fascinante en ese espacio y de noche es un enclave que no invita a transitarlo como si pudiera uno encontrarse con un azar adverso o un pasado extinto y desagradable, tal vez hostil. Pervive en la inexistencia y sospecho que no hay página alguna de ficciones que lo perpetúe y acaso ni en los anales y en las crónicas de la ciudad se nombre esa plaza secundaria, desolada, triste y marchita como un jardín que ya nadie cuida y por el que deberían transitar personas con profesiones que ya no existen: aguadores, barquilleros, lavanderas, serenos, cesantes. No sólo la plaza de la Victoria sino también la calle Triunfo merecen ostentar el cartel de SE VENDE porque el pasado a veces se deprecia en la memoria que poco a poco va eliminando lo que se nos antoja superfluo.

Ahí languidece la plaza de la Victoria y uno sospecha que no habrá voz ni voluntad ni ingenio para prestarle la belleza que quizá tuvo un día, cuando al atravesarla se escuchaba el sonido de un piano malamente tocado o el alboroto de los niños jugando al aro por la cuesta.

Hoy sólo el silencio y las sombras se deslizan por el entorno y uno sigue su camino sin detenerse a contemplar los geranios de algún alféizar porque alguien los retiró de las ventanas ya que eran demasiado hermosos para conmemorar una victoria tan menguada, una victoria que se exalta con el aspecto de una derrota que nos avergüenza. Cualquier victoria, por grandiosa que sea, deja detrás de sí unos cuantos cadáveres.

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