"?mis abarcas sin nada, mis abarcas desiertas." Miguel Hernández

Algunos días le veíamos sentado en unas escaleras del cantón observando el ir y venir de nuestras bicicletas. De cuando en cuando, sonreía levemente; tal vez le divirtieran nuestras evoluciones. Otras veces, la sonrisa adquiría una cierta rigidez de mueca que con su mirada triste dibujaba en su rostro la expresión amarga de la injusticia, del resentimiento.

Después de llevar un tiempo sentado, se levantaba y marchaba. Probablemente volvía a su casa, donde no había bicicleta, ni patines. Tan solo un aro metálico hecho con el zuncho o abrazadera de algún barril de desecho, con el que a veces se le veía correr ayudado de una barra metálica preparada para controlar el aro.

Le llamaban Pelogato, porque su cabello ralo, peinado al flequillo y mal cortado, parecía que lo hubiera lamido un gato. Era delgado, de piel tostada; tenía los dedos largos y las uñas sin cortar; sujetaba con tirantes unos pantalones cortos que dejaban ver sus rodillas ásperas, de rótulas muy marcadas.

A veces se acercaba a uno de nosotros: -"¿Me dejas dar una vuelta?" Ni le contestábamos; nos apartábamos acelerando el pedaleo.

Pelogato vivía con su madre soltera, una mujer ordinaria, que hablaba siempre a gritos, malhumorada. Decían que la había embarazado "el Cartucho", hombre bruto y primitivo, con andares de macho y ademanes chulescos. Por eso también se rumoreaba que era el padre de Pelogato, pero yo nunca les vi juntos.

En ocasiones, aprovechaba un descuido del dueño, y astuto, como un leopardo hambriento, se abalanzaba sobre una bicicleta, se apoderaba de ella, montaba a la carrera y daba un par de vueltas apresuradas, huyendo del dueño que, vociferando su protesta, le perseguía. De pronto, Pelogato se detenía, dejaba la bicicleta en el suelo y salía corriendo ligero hasta desaparecer. Pero se llevaba consigo ese momento gozoso de poderío en los pedales. Por unos instantes, había sido viento, equilibrio, bicicleta y él fundidos, un solo cuerpo, casi centauro. Aunque, al cabo, todo quedaba en un episodio fugaz, con el sinsabor de lo ilícito, forzado, vergonzoso porque ocurría a la vista de todos. Él, que no tenía nada y nada compartían con él, era para los otros el ratero, el depredador, el granuja.

Pelogato quedó olvidado, relegado en la más lejana orilla de la memoria. No sé por qué, desde hace unos años, al llegar estas fechas escogidas para alegría de los niños, en las que les colmamos de regalos, se me hace presente su recuerdo, y me visita con aquella mueca de sonrisa congelada y ácida y sus pupilas doloridas que me miran fijamente. Lo hace para recordarme que nadie había escogido fecha alguna para su alegría, que no tenía quien le pintara de rojo un solo día del calendario. ¡Qué injustos fuimos! ¡Qué despiadados! ¡Cuánto desamor e indiferencia! Ningún niño merece la tristeza. Por eso ahora, en estos días, me visita puntual, como un espectro errante por las veredas de la memoria, y con él, de fondo, como un villancico amargo, suena el verso de las abarcas desiertas de Miguel Hernández. "Por el cinco de enero,/ para el seis, yo quería / que fuera el mundo entero/ una juguetería".