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Parque Lonia

Nunca la denominación de parque fue tan arbitraria como catalogar de tal al parque Lonia, una suerte de reserva rural camino de Velle, una parroquia que perdió parte de su encanto cuando el tiempo determinó la dispersión de la charanga del Cuco, una entidad semiprofesional y amistosa que pasó de ser una reunión de camaradas melómanos a cita dominical ineludible, como dicen que será el peregrinaje postmortem a San Andrés de Teixido.

En las viejas bodegas de arcilla, con botellas de vino peleón, se articuló buena parte de nuestra historia y en más de una se pactaron convenios políticos, se firmaron documentos de compraventa, se urdió una boda para ampliar el patrimonio y, acaso, se planeó un homicidio. Uno no era un verdadero amigo, respetado e íntimo, hasta que el dueño de la casa no decía "vamos a la bodega y hablamos", disponía la jarra que llenaba de tinto pastoso ("éste es bueno, ya verás", te tuteaba porque el usted quedaba colgado a la entrada), amañaba unas lonchas de jamón, rodajas de chorizo, tacos de queso y trozos de pan y te contaba la historia familiar en la que nunca faltaba un asunto de sangre y un tío abuelo en Venezuela; para finalizar el encuentro, escanciaba el licor café o el aguardiente de hierbas caseros, exponía la bica sobre el tonel y con ese protocolo se forjaba una relación de camaradería indestructible aunque no volvierais a veros nunca.

Por ese parque del que hablé al principio discurre, humildemente rumoroso, el río que le da nombre, un arroyo, en realidad, que busca la corriente del Miño. Por ese parque que no lo es dispersaron media docena de bancos de madera y es grato sentarse y escuchar el rumor, un tanto sobresaltado por el cauce tortuoso y abrupto del río Lonia que tampoco es un río aquí que en este lugar nada es lo que parece; de hecho, si usted se sienta en uno de los bancos, enciende un cigarrillo, cierra los ojos y se deja columpiar por el batir de las aguas, creerá estar en un lugar remoto cuando en realidad se halla a tiro de piedra del barrio de Las Lagunas.

Los únicos intrusos que ni siquiera alborotarán la tranquilidad del cigarrillo que está fumando, serán los caminantes que vienen de o van a los paseos fluviales de las márgenes del río Miño en el que el Lonia desemboca de manera dócil, sin ínfulas de afluente como aquellos, unos por la izquierda, otros por la derecha, cuyos nombres memorizábamos en las aulas infantiles. Sil, Neira, Avia, Barbantiño, Búbal, Arnoia. El parque Lonia mantiene el frescor de las bodegas que antes cité y el caminante se refugia allí para paladear el vino solitario y sumiso (o insumiso, a saber) de la nostalgia, sin nadie con quien brindar, como en el claustro de un convento abandonado en cuyas piedras anidó el musgo.

Un paseo de tierra avanza paralelo al río y los troncos de los árboles se inclinan sobre el cauce espumeante como si quisieran contemplar su reflejo narcisista en las aguas en las que una mañana vi a un adulto y a una niña lanzar el sedal en busca de peces esquivos. Todo el ámbito del parque se protege con la sombra que proyectan las copas de los numerosos árboles y por eso el parque Lonia es un lugar apetecible, sombrío y fresco, al margen de la canícula y el bochorno. Un gato camina parsimonioso por la hierba, persigue sin éxito a una mariposa: luego viene hasta el banco donde estoy sentado fumando el cigarrillo, y, arqueándose, frota el lomo contra mis piernas; después continúa su marcha. Al poco, una pareja se sienta en un banco apartado y se abrazan: hay ritos que requieren soledad, así que me levanto y abandono el parque Lonia hasta otro día en el que me apetezca no estar en Ourense pero sin salir de Ourense, que la geografía es así de artera y uno un pertinaz sedentario irremediable.

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