Decíamos ayer que ocurriera lo que ocurriera habría que pactar. Pactar no para designar un gobierno o un presidente, sino, lo decisivo, para gobernar de verdad, con políticas sólidas. Ahí tienen los partidos otro resultado que en lo sustancial les demanda lo mismo en peores circunstancias: un cambio de cultura política, del choque al trato. ¿Vamos a seguir votando? Nadie puede considerarse plenamente triunfador.

El frente progresista mengua. A los ideólogos del adelanto, el tiro les ha salido por la culata. La derecha tampoco puede cantar victoria, aunque avance. Vira en una porción significativa hacia posiciones drásticas y los números no le dan. Si el voto andaba fragmentado por ideologías ahora amenaza con hacerlo por comunidades, con una compleja representación pluriautonómica a la que Teruel se incorpora. El desplome de Ciudadanos, la ligera caída de Podemos y sus confluencias, el retroceso del PSOE y el éxito de Vox revela la existencia de una masa errante de votantes cabreados, en constante búsqueda, cuyos integrantes fluctúan de polo a polo en su ansiedad por provocar un vuelco.

El PSOE ya no crece por la izquierda y, endureciendo su mensaje hacia Podemos y los independentistas, tampoco logró hacerlo por el centro. A Pablo Casado el resultado le aporta cierta tranquilidad interna para el liderazgo del PP, pero le maniata para tomar la iniciativa política. El cambio a posiciones conciliadoras al olvidarse de los ultras le favoreció. Pablo Iglesias resiste, a pesar de los conflictos y las deserciones, una constante en Podemos. Supera sin rasguños el pulso con Sánchez y consolida un espacio a la izquierda. Los suyos tendrán complicado cuestionarle sus planteamientos.

No por prevista menos destacada es la implosión de Ciudadanos. Rivera nunca encontró su sitio. El partido nació para combatir el nacionalismo. Luego apostó por el centrismo, el liberalismo y la socialdemocracia casi a la vez. De un acuerdo de gobierno cerrado con los socialistas, saltó a intentar convertirse en la réplica del PP. La osada moción de censura de Sánchez reventó sus expectativas. Las encuestas daban por aquella a Ciudadanos como ganador de unos comicios, con los populares acosados por la corrupción.

En alguna medida, el mapa surgido este 10-N recuerda al de los inicios de la Transición, con dos partidos grandes en el centro derecha y el centro izquierda, el PP y el PSOE, el equivalente a UCD y los socialistas, y otros dos competidores laterales, Vox y Podemos, una traslación de AP y los comunistas con mayor fuerza. Aquellas formaciones perseguían en su diversidad un objetivo común, consolidar la democracia. Las de ahora lidian con la fatiga de las instituciones y el hastío de unos ciudadanos irritados por la crisis que esperan del sistema un milagro. Entonces ejercían de árbitros los nacionalistas, que hoy han mutado, en su mayoría, hacia el independentismo, lo que imposibilita los equilibrios.

La polarización de la política española, iniciada con la irrupción de Podemos hace cinco años, avanza. Surge al otro extremo Vox, que proclama defender valores democráticos, aunque algunas de sus propuestas parecen disonantes con esos principios. Y entre los minoritarios, los secesionistas y Bildu cuentan con nueva compañía radical, los catalanes de la CUP. El miedo a la ultraderecha esta vez no funcionó como en abril. Entonces, el acento estuvo puesto en las propuestas antifeministas de los de Abascal. Ahora sus planteamientos respecto a la mujer desaparecieron por completo de la campaña. Sus proposiciones simples y tajantes sintonizan plenamente con el populismo de la derecha trasmontana europea.

Cataluña no puede continuar absorbiendo la escena porque este país supone mucho más. Los derroteros de la cuestión catalana ahondan la distancia entre bloques, elevan el nivel de enfrentamiento ideológico y socavan la posibilidad de acuerdos amplios. Y eso justamente, acuerdos amplios, es lo que la nación precisa aquí y ahora. Todos los partidos evidencian diferencias, pero también puntos de encuentro.

Con esta sobredosis de urnas para la ciudadanía, sería de necios que el comportamiento de los líderes y su estrategia volvieran a quedar determinados por el cálculo electoralista y los dictados demoscópicos. Cueste lo que cueste, y le cueste a quien le cueste, deberán conjurar su escasa propensión al diálogo fructífero y empezar de una vez a buscar soluciones a cada problema. Con estos mimbres. Es lo que hay.