La libertad ha dado mucho que pensar a los filósofos, y el resultado de los avances de la biología y las neurociencias es que su definición se ha convertido en una tarea extremadamente difícil, pero el irresistible encanto con que ha atraído a los seres humanos se mantiene intacto. En principio, cabe afirmar que un individuo es libre si puede elegir cómo actuar entre diferentes opciones, sin impedimentos de cualquier tipo ni sumisión a una voluntad ajena. Podría decirse que la libertad es una aspiración básica universal. Ocurre así, hasta cierto punto, porque es una rareza en la historia. La libertad no ha estado fácilmente al alcance de la humanidad en ningún lugar o tiempo, remoto o actual. No hay un pasadizo secreto para llegar a ella y, una vez conquistada, puede perderse con relativa facilidad. Lo único que parece imperecedero, porque de una forma u otra quizá pertenezca a la esencia de la naturaleza humana, es el deseo de poseerla y disfrutarla. Se entiende, por ello, que todos los pasos que damos para ampliar la libertad son avances en el camino hacia el progreso. En todas las sociedades ha habido unos individuos más libres que otros. La cuestión peliaguda, que los propios liberales han ignorado con frecuencia, es conseguir que cada uno de los individuos lo sean en la misma medida, algo que obliga imperiosamente a remover las bases de la organización social. Solo entonces podemos hablar de sociedades verdaderamente libres. Conscientes del carácter excepcional de la libertad en nuestra evolución histórica hasta la fecha, Acemoglu y Robinson, economistas y politólogos que vienen investigando las relaciones de las instituciones políticas con las condiciones sociales y los cambios económicos, reconocidos con prestigiosos premios en Estados Unidos y en España, sostienen que no hay una puerta que nos dé acceso a la libertad definitiva, sino un pasillo en el que tendremos la posibilidad de ejercerla, con limitaciones inevitables y de un modo incierto, como un proceso que no tendrá fin. La libertad no es un milagro, sino un producto humano, y la única manera de preservarla es poner todo el empeño en ello. El pasillo es por lo general angosto, pero puede ensancharse si los individuos y grupos adoptan las iniciativas que convengan. La libertad se acabará cuando la sociedad deje de transitar por ese pasillo. El postulado es sencillo, de puro sentido común, pero queda fortificado por una acumulación inmensa de información empírica. Acemoglu y Robinson nos conducen en un viaje apasionante por el mundo entero a través de todas las sociedades conocidas, que nos lleva de las tribus africanas a la Alemania de Weimar y el nazismo, desde Atenas hasta la India de las castas, desde la América colonial hasta la China comunista, de las repúblicas medievales de Italia hasta los países centroafricanos y Sudáfrica, haciendo paradas intermitentes para explicar los avatares de la democracia estadounidense. El resumen de esta abrumadora muestra de experiencias históricas es que las sociedades han vivido habitualmente entre el despotismo y la anarquía, pero la libertad únicamente ha florecido en realidad en el "estado encadenado". Este es un estado fuerte, con recursos para garantizar la seguridad, regular la vida social y prestar buenos servicios públicos, que se encuentra ante una sociedad también fuerte, que lo vigila de cerca y lo controla para evitar sus abusos y reclamar sus derechos. El poder del Estado debe ser contenido por la movilización constante de la sociedad. La libertad prospera cuando el Estado y la sociedad establecen una relación de equilibrio, y se pierde si uno de los dos desaparece, como sucede en las dictaduras o en los estados fallidos. La tendencia a ser más poderoso es ínsita al estado; sin embargo, la respuesta de la sociedad no es tan previsible. Acemoglu y Robinson exponen casos en que han sido agentes estatales los que han despertado a la sociedad. El éxito de los populismos no siempre es una señal inequívoca del deseo de libertad. Diversos estudios aportan evidencia de una disminución en el grado de implicación política de algunos sectores sociales. Los autores asumen que no hay una fórmula infalible para erguir frente al estado una sociedad asertiva y firmeen su función de control, aunque esta sea una condición necesaria de su propia libertad. No están seguros de que las sociedades se introduzcan en el pasillo y se esfuercen por permanecer en él, pero se declaran moderadamente optimistas. Lamentan la pérdida de influencia de los sindicatos, imprescindibles para equilibrar la relación laboral, pero celebran el triunfo de las sufragistas y el empuje del movimiento feminista, ejemplo claro de que la libertad es una conquista, no una concesión. La libertad y el progreso, dicen, en última instancia dependen de la movilización social y de la existencia de un Estado impelido a garantizar los derechos.