El veredicto de los mexicanos encuestados por el Gobierno de López Obrador es terminante. El Ejército fue sometido a "humillación" el jueves pasado al recibir la orden de liberar al narco Ovidio Guzmán, hijo del Chapo, el antiguo jefe del cártel de Sinaloa ahora encarcelado en EE UU. Ovidio Guzmán acababa de ser capturado en la ciudad de Culiacán por un grupo militar que se reveló insuficiente para imponerse a la capacidad de fuego de los sicarios. Ante el riesgo de que el narco, que de paso excarceló a 50 presos, desencadenara un baño de sangre, el Gobierno optó por la liberación del efímero detenido.
La orden del Ejecutivo mexicano ha desencadenado en la oposición la previsible exigencia de responsabilidades políticas y la apertura de una investigación de la Fiscalía para esclarecer las causas de lo innegable: la operación fue una chapuza. Hasta aquí todo normal.
Tan normal como que el 63,5% de los encuestados considere que el narco tiene más poder que el Gobierno. No se equivocan. Aunque esa primacía no sea exclusiva de México, país en el que, eso sí, ha adquirido contornos más sangrientos, por ejemplo, que en el golfo de Cádiz, donde los traficantes le ganan cada día la partida a la Policía española sin que apenas se derrame sangre. Por algo será.
Cabe preguntarse, sin embargo, si es normal el rasgado de vestiduras, no exento de regodeo, con el que medio mundo ha acogido el intento de evitar que un grave error acabase en masacre. Y, con la pregunta, cabe recordar la esencia de esa política que se reclama inexcusable para no afectar debilidad ante un narco que conoce mejor que nadie su propia fortaleza. Es la misma política, y no es la de Cádiz, que hace más de una década puso en marcha una guerra de 200.000 muertos contra el narco con resultados tan magros como la operación de Culiacán. Que no es, al fin, sino su vivo retrato en miniatura.
