Hablar hoy, cuando la comunidad vive otra jornada de copiosas lluvias, de incendios puede parecer un enfoque extemporáneo. Pensar en fuego cuando nuestros montes y sus árboles están calados hasta los tuétanos, cuando los gallegos se protegen con paraguas, quizá algunos lo reciban como una extravagancia. Nada más lejos de la realidad. La amenaza del fuego -ahí tenemos sus insoportables heridas bien visibles a la vuelta de cualquier pueblo o ciudad- es permanente. Contra el fuego, la peor receta es baja los brazos e instalarse en el confort de que creer que la pesadilla ha concluido.

Porque hace solo dos años miles de gallegos se echaron al monte no pertrechados con paraguas ni chubasqueros para disfrutar de la belleza de nuestro paisaje, sino con manqueras, cubos o aperos de labranza en un intento desesperado por sofocar las llamas que arrasaban sus bosques y en no pocos casos ponían en peligro sus bienes personales. Los efectos de aquella ola incendiaria fueron devastadores: en 72 horas se registraron 264, en una suerte de tsunami de fuego y humo absolutamente enloquecido desatado -más apropiado sería decir provocado- mayormente en la oscuridad de la noche. El resultado fue atroz: 49.000 hectáreas asoladas y cuatro personas fallecidas, dos mujeres en Nigrán, abrasadas en su coche, un hombre en Vigo y otro en Carballeda de Avia.

Pese a los datos espeluznantes, esa ola de fuegos no fue la peor padecida por Galicia. En 2006, en dos semanas infernales, hubo 1.970 fuegos, que calcinaron 92.000 hectáreas y segaron la vida de cuatro personas. Y en 1989, fueron más de 113.000 hectáreas.

La comunidad representa el 5,8% de la superficie del Estado español, pero sufre de media el 70% de los incendios. No es normal ni natural. Hay años, en que de cada cinco incendios que se computan en España, dos suceden en Galicia.

La relación de cifras y porcentajes podría extenderse casi hasta el principio de los tiempos, pero no se trata de embriagarse de estadísticas que a duras penas reflejan la dimensión de la tragedia. Ni tampoco es momento de hacer balances sobre lo qué ha ocurrido, por muy recomendable que sea combatir los efectos de la desmemoria.

La cuestión que nos debe preocupar es otra: ¿Habrá nuevas olas de incendios? La respuesta, lamentablemente, es afirmativa. Las habrá. Todos los expertos coinciden en que el cambio climático -con temperaturas que crecen inexorablemente y más sequía- unido al endémico abandono del rural -la superficie del campo que no se cultiva y no se cuida es cada año mayor- ejercen como una suerte de bomba de relojería que más pronto que tarde volverá a explotar.

Así las cosas, ese monte gallego, más allá de sus valores estéticos, paisajísticos y ambientales, que debería ser fuente de riqueza ha devenido en un polvorín. La propia Consellería de Medio Ambiente no se muestra precisamente optimista en sus pronósticos al vaticinar que los incendios serán en Galicia cada vez "más virulentos e impredecibles".

En este panorama pesimista que nos dibujan los científicos y las autoridades, la cuestión que verdaderamente nos debería preocupar es otra: ¿Está Galicia mejor preparada para afrontar una eventual ola de incendios? ¿Las medidas prometidas son una realidad? ¿Su puesta en marcha va al ritmo adecuado? ¿Son, en todo caso, suficientes? ¿O el fuego volverá a pillar a Galicia con los deberes sin hacer?

La respuesta a estos interrogantes no puede ser categórica ni en una dirección ni en la otra. Negar que ha habido progresos en los últimos meses en esta materia sería injusto, pero sostener que la mayor parte del trabajo está hecho sería un error mayúsculo. Queda mucho por hacer y el tiempo no corre precisamente a favor.

En el haber habría que citar en primer lugar, el pacto histórico rubricado en el Parlamento gallego por Partido Popular y Partido Socialista para impulsar otra política forestal, sustanciada en 123 medidas. Más allá de la eficacia real, dudosa, al menos sí simboliza que las dos grandes fuerzas políticas gallegas son capaces de arrumbar sus intereses partidarios para ponerse de acuerdo sobre asuntos centrales. Así que esa foto tiene valor pero relativo.

Otro aspecto en el que se ha dado un avance es en la limpieza de franjas de seguridad. La Xunta aportará 28 millones hasta 2022 -una simple división nos permite entender que la cantidad es insuficiente para atender la dimensión del problema- para desbrozar 16.000 hectáreas. Y lo cierto es que el plan no arrancado con brillantez. Este verano ya deberían haberse limpiado 4.500 hectáreas. Deberían porque el objetivo no se ha cumplido. En no pocos casos por razones exógenas: las fincas no tienen dueño conocido o si éste consta, no se localiza.

La consellería alega, con razón, que solo el 10 por ciento de la superficie forestal está ordenada y que el minifundismo y la estructura de la propiedad obstaculizan su labor. Porque el 80% está en manos privadas y, lo que aún es peor, se ignora quién es el dueño del 63% de los montes gallegos. En Galicia hay casi 1,3 millones de hectáreas clasificadas como de propiedad desconocida o dudosa. Equivale al 98,2% del monte que está en manos privadas.

El Gobierno gallego aspira a aprobar el año que viene la ley de puesta en valor de la tierra agraria, que permitirá incorporar al Banco de Terras y movilizar las fincas abandonadas o sin propietario para poder cultivarlas y que dejen de ser un potencial polvorín. La medida, tardía y a remolque de los hechos, como gran parte de la política contra los incendios apunta en la buena dirección.

Pero quedan otras asignaturas pendientes de calado. Por ejemplo, todavía está pendiente, y ya han pasado dos años, la profesionalización de las brigadas y sigue también en el aire el refuerzo de los equipos de investigación. Sin más y mejores recursos humanos y técnicos los resultados no mejorarán.

Pese a que siempre que hay un gran incendio nuestros gobernantes emplean el término "terrorista", el Código Penal todavía aguarda por una reforma que endurezca las penas a los incendiarios, una competencia del Gobierno pero que debe exigir día sí y día también el Ejecutivo autonómico, no solo cuando nuestros montes son pasto de las llamas.

Porque en nuestra comunidad solo el 12% de los incendiarios son condenados. De las 420 causas abiertas en los dos últimos años por quemar el monte, solo 53 autores fueron castigados. La gran mayoría ni llegan a juicio por falta de pruebas.

La plaga de incendios es un fracaso colectivo. No hay una única causa ni un único responsable. Los ciudadanos tenemos nuestra cuota. El 90% son intencionados y sus autores viven a menos de diez kilómetros de distancia. Uno de cada cuatro fuegos está provocado por imprudencias, por ejemplo por una quema de rastrojos que se va de las manos. Es la incultura ancestral del fuego que pasa por limpiar los montes con las llamas. En Galicia, así lo indican las investigaciones, no hay tramas incendiarias, pero sí ciudadanos irresponsables o directamente delincuentes.

Los incendios son nuestro mayor problema ambiental. Cuestan vidas, destruyen el paisaje, suponen incalculables pérdidas ambientales, merman nuestro patrimonio forestal y nuestra biodiversidad, se pierden millones en viviendas y otras infraestructuras. Son nuestros Prestige de cada año, un desastre sin paliativos que quizá no se pueda erradicar nunca, pero sí reducir al mínimo su impacto. Con recursos humanos y técnicos adecuados, estrategias a largo plazo y una pedagogía social infinita. Para que todos los gallegos, con nuestros gobernantes al frente, entiendan de una vez que cuando llueve es cuando precisamente más hay que pensar en preservar nuestro monte.