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La derrota y la rabia

Los hijos de la república nonata se enfrentan al señuelo del "procés"

Al parecer, Torra solo habla con Dios y con Puigdemont, y se ignora si por ese orden. Fácilmente se entenderá entonces que el president no sienta la necesidad de comunicar sus planes ni a los consellers de su propio partido. El jueves, en el Parlament, lanzó la propuesta de celebrar una nueva consulta de autodeterminación no consultada con nadie salvo con sus interlocutores del más allá geográfico y celeste. Antes de que concluya esta legislatura, precisó. Como si él fuera a seguir en el puesto hasta 2022.

Torra vive un delirio de ebriedad creciente, iluminado solo por las fogatas que encienden sus "amigos" de los CDR, de cuyo "pacifismo" sigue sin albergar la menor duda. Ya les ha mandado parar, pero ni caso: con la boca pequeña, y a rastras, no hay forma de detener lo que alentó con la bocaza bien abierta (y hasta en conversaciones que los jueces tienen grabadas).

Ha llegado la hora, tan temida, de administrar la derrota y la rabia, pero Torra se limita a balbucear que la violencia de estas noches es cosa de "infiltrados", aludiendo, se supone, a elementos antisistema pagados por el Estado represor para manchar el buen nombre y la imagen de la revolución de las sonrisas.

¿Infiltrados? Qué más quisiera él: son los jóvenes a los que se les prometió la república, y no cualquier república, sino una suerte de Arcadia en la que, solo por ser independientes, no iban a vivir peor que sus padres, al revés de lo que les espera a sus coetáneos del resto de España.

Visto que no habrá independencia y que todo el "procés" no fue sino un "señuelo" (como dice la sentencia del Supremo), los hijos de la república nonata dan rienda suelta a su rabia y protestan por medios violentos, remedando, más que la kale borroka vasca, el estallido social de los peores tiempos de la crisis griega, y encima en una ciudad donde siempre se ha sabido montar buenas algaradas nocturnas.

Si no fuera porque en Cataluña hay ciudadanos y bienes que proteger (y unas elecciones en ciernes en toda España), la estrategia para acabar con el independentismo estaría servida: bastaría con dejar que todo pudriera hasta las heces: las tóxicas relaciones dentro del Govern; el hartazgo de los Mossos con Torra por su complicidad con quienes les lanzan piedras y ácido; la imagen pacífica de un movimiento que siempre ha encontrado en una acción judicial o policial del Estado la razón para recomponerse, y que ahora podría valerse de la activación de la ley de Seguridad Nacional o el artículo 155 para volver a cerrar filas.

Sánchez y su Gobierno en funciones lo saben, y por eso resistirán todo lo que puedan antes de tomar medidas más coercitivas: temen repetir el estruendoso fracaso de la intervención policial del 1-O.

En cambio, PP, Cs y Vox tienen todo que ganar en este escenario de gravísimos desórdenes públicos, que serán decisivos el 10-N (lo quiera o no el Ejecutivo) y que a las tres derechas les conviene que continúen.

Los de Rivera, desahuciados, pueden remontar; los de Casado, más todavía, haciendo valer su rol tradicional de partido de orden; y no digamos los de Abascal si logran capitalizar el cabreo que ya cunde entre los españoles, atónitos ante las imágenes de cinco noches de batalla campal, a cada cual más violenta.

Sin embargo, bien mirado, lo que está ocurriendo no es más que un problema de orden público, al que debe hacerse frente como hasta ahora o, como mucho, reforzando los contingentes policiales. Yo que Sánchez consultaría a Rajoy, para preguntarle si la presente es una de esas situaciones en las que "lo más urgente es no hacer nada". Salvo, seguro, seguir dando palos y dejar que la imagen cívica del independentismo fenezca ante el empuje vandálico de sus huestes más jóvenes. Eso no hay relato que lo venda. Y menos fuera de España.

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