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Cuando hace justo hoy treinta años la Academia sueca le concedió el Premio Nobel a Camilo José Cela, se desató la locura propia de un país de tantos excesos como es España. Gentes que jamás habían leído una sola línea de "La familia de Pascual Duarte", "Viaje a la Alcarria" o "La colmena" salieron en tromba a aclamar e incluso a venerar a don Camilo, el del premio. Las reediciones y traducciones de sus libros se dispararon y raros fueron el periódico, la emisora o la cadena que no perdieron el alma por tener algunas palabras suyas, por más que no pasasen del tópico repetido hasta la saciedad.

Treinta años después, el silencio. Tanto desde las aulas académicas como desde el mundo de la empresa, o incluso por parte de las instituciones oficiales desde que cesó el ministro Méndez de Vigo al frente del ministerio de Cultura, la indiferencia es de tal alcance que se diría que CJC, como se llamaba a sí mismo Cela, era un prócer coreano al que le pilló la noticia del premio en Madrid.

Tampoco se trata de emprender, siguiendo a Joaquín Sabina, la cofradía del santo reproche. Bien mirado, la concesión del Nobel no pasó de ser una nota a pie de página dentro de la labor literaria de CJC. A veces he sostenido el público, con gran sorpresa de los oyentes, que Camilo José Cela no fue el autor del Pascual Duarte. No lo fue el Cela Nobel, ni el Cela marqués, ni el académico, el doctor honoris causa de innumerables universidades o el hijo adoptivo de no sé cuántos lugares. Quien escribió ese libro que cambiaría la historia de la literatura en castellano, las páginas de la lengua española que han sido más traducidas después de "El Quijote," fue un jovencito tímido, huraño, dolido de las heridas del alma de la guerra civil, tuberculoso y huérfano de todo título o patrimonio.

Lo que vino después es consecuencia de aquello así que, bien mirado, hay que aplaudir que ningún Banco salvo La Caixa quisiese colaborar en la celebración de su centenario. Es de justicia que así sea porque el único homenaje que se le puede brindar a un escritor es el de leer sus libros.

¿Se leen los de Cela hoy, treinta años después? Los libreros aseguran que no pese a que la editorial que fundó CJC, Alfaguara, esté reeditando todas sus obras. Pero, claro es, tres décadas son muy pocas para calibrar el peso de un autor. Más de cuatro siglos han hecho falta para que Cervantes y Shakespeare estén donde están. Quedamos emplazados, pues, para dentro de cuatrocientos años y quizá entonces tenga sentido que nos preguntemos para qué sirven el ministerio de cultura, las universidades, las fundaciones y, ya que estamos, si es que para entonces existen, los diarios.

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