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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Una cuestión sentimental

El nacionalismo es un asunto sentimental. Unos se sienten españoles, otros catalanes, otros franceses, otros bretones; y todo por ese palo. Hay mucho donde elegir. Donald Trump, por ejemplo, se siente más americano que los apaches, aunque en realidad sea un inmigrante nieto de alemanes,

Quizá esto explique, entre otras cosas, el problema de Cataluña. No parece muy lógico, en apariencia, que la cuota de partidarios de la independencia haya pasado del 15 al 44 por ciento de la población -con picos de hasta el 48%- en poco más de una década; pero eso es lo que declaran las estadísticas. Solo un sentimiento de exaltación y/o de agravio puede explicar tan rápida crecida de la marea, que, para más inri, ha reactivado el nacionalismo español.

Hay quien atribuye la culpa de tan acelerada progresión al expresidente Zapatero por su frivolidad: y quien se la carga a su sucesor Rajoy. por mera intransigencia. Eso es darles demasiada importancia a las decisiones de cualquiera de ellos.

Algo habrán tenido que ver, desde luego, las promesas algo temerarias del anterior presidente socialista en lo tocante al nuevo Estatuto de Cataluña; y acaso también el posterior frenazo de Rajoy. Lo que importa, sin embargo, es el sentimiento, como en las novelas románticas. Cuando un país se llena de banderas, lo normal es que las emociones sustituyan al sosegado sentido común.

No en vano los encuestadores que hurgan en la opinión del pueblo suelen interpelar al personal por si "se siente" más o menos español que vasco/catalán/gallego o vecino del reino autónomo que sea. En otras cuestiones como, un suponer, el partido al que se va a votar o la marcha de la economía, las preguntas apelan a la razón; y en modo alguno se interroga a los encuestados por las emociones que les produce el PIB o la subida del coste de la vida. Nada que ver con los asuntos del corazón y del sentimiento que, como es natural, obligan a uno a sentirse de aquí o de allá.

Poco importa que los grandes tratadistas del asunto definan a la política como el arte de lo posible y, en consecuencia, lo razonable. Ese fue el espíritu fundacional de la Unión Europea, que arrancó hace ya casi setenta años con la módica Comunidad del Carbón y del Acero.

No se apelaba entonces a una improbable pasión por Europa, sino a hacer negocios conjuntos y a crear, con el tiempo, un espacio económico común, sin fronteras ni exaltaciones de los símbolos patrios. Lógicamente, los nacionalistas no tardaron en apodar despectivamente al proyecto con el rótulo de "Europa de los mercaderes", por más que el resultado sea un continente socialdemócrata que disfruta de envidiados niveles de libertad y prosperidad.

Vuelven ahora, y no solo en Cataluña o el Reino Unido, las viejas pulsiones nacionalistas del siglo XIX, al calor de los populismos que trabajan el sentimiento en menoscabo de la razón. Atrás quedan los tiempos en que la gente se limitaba votar con el bolsillo y no con las vísceras. Acabaremos por echar en falta a gente razonable como el Rick interpretado por Bogart en Casablanca, que al ser interrogado por un jerarca nazi sobre su nacionalidad respondió gloriosamente: "Soy borracho". Otros prefieren embriagarse de banderas y sentimientos, que a menudo son una intoxicación peor que la etílica. Mal arreglo va a tener tanto desparrame de emociones.

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