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Javier Sánchez de Dios.

Crónica Política

Javier Sánchez de Dios

El realismo

Uno de los datos llamativos de la supuesta "nueva política" es que, además de la sustitución del bipartidismo imperfecto por un extraño pentágono variable, ha surgido lo que se define como "el relato". Que en síntesis consiste en un modo de describir lo que sucede y enlazarlo con la historia desde la opinión y los intereses del relator. Y, a juzgar por su abundante práctica, puede hablarse de éxito del modelo, aunque tiene poco de nuevo: su esencia se contiene en el verso aquel de "en este mundo traidor nada es verdad o mentira, todo según el color del cristal con que se mira".

Viene a cuento, el introito, de que en estos días de resaca y acusaciones cruzadas en Cataluña tras la sentencia del "procés" -y en otras comunidades: el "efecto centrípeto" de lo que ocurre allí es visible también, además de en Euskadi y en tono menor en Baleares y hasta en Galicia-, es ya más que una anécdota. Y, al menos en opinión de quien escribe, parece un error convertir el análisis de la situación en un mero debate polémico de unos contra otros. Y más aún si ese "relato", trufado de inexactitud e incluso falsedad, se aplica al análisis y aplicación de las leyes básicas.

Es por eso por lo que la cuestión de los nacionalismos, con una problemática que no es exclusiva de España ha de abordarse desde una Europa en proceso de cambio y, aquí, a partir de una Constitución que necesita reformas. Pero no tanto para facilitar vías de separación cuanto para hallar un modo en que determinadas demandas puedan ser aceptadas por el conjunto. Algo que conlleve el sentido de lo común y que hasta ahora se ha hecho al revés, por lo que no hay resultados ni siquiera la posibilidad de acordar puntos de partida para un diálogo.

En esa línea, y ahora que desde la publicación de la sentencia del Tribunal Supremo se reactiva la idea de insistir en la vía negociadora, no viene mal insistir en la advertencia del contagio de los radicalismos. Tanto que ha llevado al fracaso incluso a reformas estatutarias, como en Galicia, por un quítame allá un término concreto que la miopía política e histórica convierte en obstáculo insalvable. Y que generó bloqueos -palabra muy utilizada hoy en día, pero que podría haberse empleado hace ya veinte años- que después se pagaron muy caros.

Esa es la razón por la que alguien, recordando el antiguo eslogan, podría reclamar de nuevo lo de "la imaginación al poder" y echar mano del ingenio para reformar la Constitución vigente en la línea ya citada de reforzar lo que une en vez de primar lo que separa. De ese modo, elementos vertebradores de un Estado, como la historia, la lengua e incluso la geografía -por ejemplo- habrían de formar parte de lo colectivo, sin que supusieran, como ahora, elementos de enfrentamiento. La idea quizá se tenga por ingenua o utópica, pero ya puestos a resucitar viejas proclamas, hay otro que vendría buen: la de "seamos realistas, pidamos lo imposible". Solo que esto que se reclama, el realismo, resulta difícil, pero no imposible. Y desde luego es urgente.

¿Verdad...?

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