Los años de las condenas de los golpistas del procés no sirven para maquillar la cruda realidad. Si cumplieran, al menos, la mitad de las penas dictadas por el Tribunal Supremo sería un castigo suficiente por tanta deslealtad y subversión de la democracia pero habrá tercer grado, gracias a la cesión de competencias penitenciarias que permite a los Pujol no pisar la cárcel, y pronto estarán todos en casa. El pronunciamiento unánimemente magnánimo evitará, además, que el Gobierno tenga que desgastarse promoviendo indultos.
De la lección de ejemplaridad que contiene el fallo del Tribunal Supremo tampoco cabe esperar demasiado; los condenados ya han insistido en que volverían a hacer lo mismo. Hay que ver, en todo caso, si son capaces de mantener su palabra. Penarán por la responsabilidad civil del delito que los inhabilita, en el caso de que no haya una amnistía. Mientras tanto los tendremos al frente de la turba social en el papel de víctimas y héroes de la causa.
La suplantación del delito de rebelión por el tumulto sedicioso, como si se tratase de un motín en una prisión o el altercado de orden público de los seguidores ultras de un equipo de fútbol, es posiblemente la peor noticia de esta sentencia. El precio que pagan los magistrados por mantener un criterio unánime no sabemos si servirá a la política de apaciguamiento con la que se pretende ventilar el problema eterno de la cuestión catalana o a la "guerra con deshonra" de Churchill.
El papel que jugará todo ello en las elecciones que vienen será otro capítulo más, desagradable, de esta triste y lamentable historia.
