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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Dictaduras con poso

El general Franco va a cambiar de domicilio mortuorio, pero no está prevista mudanza alguna en el palacio de la Zarzuela, donde vive y ejerce de Jefe del Estado el heredero del rey Juan Carlos, elegido como sucesor en el cargo por el dictador que se titulaba de Centinela de Occidente.

Tampoco hay la menor intención de que tal cambio suceda. El presidente socialdemócrata Pedro Sánchez declaró días atrás en la CNN que la monarquía de Felipe VI representa "los valores de la II República"; y acaso no le falte razón, aunque la dinastía haya sido reinstaurada por Franco. Una monarquía puede ser republicana -esto es: democrática-, del mismo modo que un régimen oficialmente comunista, como el de China, defiende hoy en día los valores del libre comercio en el mundo.

Lamentan, eso sí, los más puristas que la huella del franquismo persista en España cuarenta años después de su muerte. No deja de ser verdad.

Existe aún, por ejemplo, un título de Duquesa de Franco a nombre de la nieta del dictador; y también un Ducado de Primo de Rivera que estos días reclama al Gobierno de Sánchez uno de los descendientes del fundador de la Falange. El primer ministro interino no ha tenido otra opción que asentir a tal solicitud. Es uno de los muchos peajes que forman parte del pacto de olvido firmado hace cuatro décadas por franquistas y demócratas.

Tendemos a pensar que estas curiosidades más bien enojosas se dan solo en España, pero qué va. Las dictaduras, cuando son largas -y a menudo lo son-, dejan un poso difícil de sacudir por más que se pase la bayeta.

Difícil sería borrar del mapa de Alemania, un suponer, a toda una ciudad como Wolfsburgo, que fue inaugurada por Adolfo Hitler en 1938 bajo el nombre -un tanto excéntrico- de Ciudad del Coche KDF. O a las muchas empresas que prestaron servicios al nazismo y hoy siguen siendo punteras en cada uno de sus ramos.

Otro tanto ocurre en Italia con los edificios, que ahí siguen, de la fallida Exposición Universal de Roma de 1942, popularmente conocida en su día como Ciudad de Mussolini. Tampoco importó gran cosa que Cinecittà, el modesto Hollywood italiano, fuese una obra del Duce fascista. Allí se rodaron después grandes películas de romanos, espagueti-westerns y hasta filmes de Scorsese o Mel Gibson.

Lo habitual, en realidad, es que sean colaboradores de la dictadura quienes encabecen el tránsito a la democracia. Así ocurrió en España con Juan Carlos y su primer ministro Adolfo Suárez -antes secretario general del Movimiento-; pero también en la Rusia gobernada por el exagente del KGB Vladimir Putin.

Más notable aún parece el caso de China, donde los herederos de Mao han convertido a su país al capitalismo mediante un milagro semejante al de Fátima, en la medida que el régimen sigue siendo una dictadura, ahora abundosa en millonarios. Sobra decir que el mausoleo de Mao sigue atrayendo turistas en el centro de Pekín, aunque el de Lenin en la Plaza Roja de Moscú haya perdido gran parte del interés que tuvo en otro tiempo. El de Franco, que caía más a trasmano, nunca tuvo particular éxito de público; y quizá por eso no se vaya a notar gran cosa el traslado de su cadáver.

Son otros los restos, no exactamente mortuorios, que aún quedan de su régimen. Aunque no sean tan visibles como la basílica de Cuelgamuros.

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