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Cowboys

Quienes hemos de remontar ya largos espacios para acercarnos a nuestra juventud advertimos siempre en la experiencia aquellos titanes de la aventura y la gesta que impartían justicia a riesgo de su vida, sin más prevención que el bien de la humanidad. Fueran los Sioux, los Apaches, Cherokees o Navajos, incluso los forajidos asalta-diligencias, a todos ellos ahormaban sus mocasines John Wayne, Kirk Douglas, Gary Cooper y todos cuantos aquella sociedad americana utilizaba para blanquear urbi et orbe parte de un pasado realmente vergonzoso. Cuando no de exterminio o confinamiento, por momentos. De ello podría habernos ilustrado largamente Fray Junípero Serra. Aquel mallorquín que junto a otros Franciscanos llevó a la Costa Oeste de lo que hoy son los Estados Unidos, entonces territorio español, una lengua, una cultura y también la defensa y protección de quienes allí vivían y sus circunstancias. Cierto es que cada tiempo habrá ser analizado con el rasero del momento y nunca al abrigo de una actualidad en la que ciertas materias obligan a cogérsela con papel de fumar. A sus misiones deben hoy su nacimiento ciudades como San Diego, San Francisco, Santa Mónica, Santa Bárbara y muchas otras que asienta California, con un pasado hispano que les informa y modela. Un legado al que el siempre terco cauce de la historia hace revivir con irreductible impulso: la nueva colonización latina de la Coste Oeste no es más que la sustitución fáctica de la evolución demográfica lógica, quebrada a fines del siglo XIX por quienes la arrebataron con las armas. Por ello cabe preguntarse ¿cómo van a sentirse extranjeros en esta tierra quienes la tuvieron por patria? Ni los vanos intentos de borrar la historia ni la construcción del Muro Trumposo van a lograr pervertir el natural devenir de los tiempos, por rudo que sea el intento. Y es que el presidente norteamericano encarna hoy al nuevo cowboy que al grito de America First pretende rendir el mundo a sus pies, sin advertir que todo imperio se acaba cuando deshecha la cordura y desprecia a los demás.

En todo caso resulta incluso más triste y patético advertir cómo, tras lo vivido, también a este lado del Atlántico le surgen imitadores. Ver a Boris Johnson poner en jaque el destino de tantos países, además del suyo, sobrecoge el espíritu y sobre todo enaltece la vida y acción de cuantos supieron entender que en la cooperación y la asociación de los países reside el bienestar de sus gentes. De Monet a Schuman, de Adenauer a De Gasperi o de Churchill a De Gaulle, todos ellos comprendieron que Europa, la vieja Europa, no puede ser el permanente campo de batalla de las desigualdades sociales, las luchas económicas y las iniquidades nacionalistas. Sobrecoge pensar que solo en el siglo pasado las dos guerras mundiales aquí iniciadas causaron más de sesenta millones de muertos, además de otras aterradoras consecuencias. Y estamos hablando de un anteayer, con personas que todavía pueden ofrecer el vivo testimonio del sufrimiento padecido. Debiera recordar el cuidadoso desaliñado inglés aquellas palabras de su paisano Churchill: "Estamos obligados a reconstituir la familia europea, dotarla de una estructura que le permita vivir y crecer en paz, en seguridad y en libertad. Debemos crear una suerte de Estados Unidos de Europa". El sí sabía de qué hablaba. Había visto la destrucción a la que conducen la división, la ruptura, el desacuerdo y las desigualdades cuando los Estados adolecen de unas organizaciones supranacionales que les acojan, encaucen y den respuesta. Por imperfectas que sean. Ya decía Tito Livio que es más segura una paz cierta que una victoria esperada.

Hoy, la Europa que ha logrado incardinar a veintiocho países y más de quinientos millones de personas alrededor del consenso y el acuerdo, y también del desacuerdo, como no podía ser de otro modo, debe surcar un proceloso mar en el que no faltan borrascas y huracanes. Desde los nacidos de su propio crecimiento y desarrollo a los generados por las corrientes nacionalistas y demagógicas que pugnan con ingente vileza por la vuelta a las taifas y el marcaje de enemigos. No reparan que de ahí a lo ya sufrido dista un corto y peligroso trecho. Cuando la economía quiebra y las desigualdades florecen, los conflictos se multiplican y avivan. Parece claro sin embargo que a los dos cowboys les importa más reafirmar su desdeñable ego que el bienestar de las gentes a las que debieran servir. Pero más grave sería todavía que quienes pueden impedirlo no lo hagan.

Ante tanta mezquindad resuenan hoy con más coraje y razón aquellas palabras de Jean Monnet, uno de los padres de la Europa unida: nuestro verdadero propósito no ha de ser coaligar Estados sino unir a las personas.

Confiemos en que su legado y el de tantos triunfe sobre tanta impostura.

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